/ martes 20 de noviembre de 2018

¡Ah que el gobierno tan revolucionario!

Si alguien creía que la revolución mexicana estaba muerta es porque no conocía la cuarta transformación. O por lo menos eso tendría que desprenderse del discurso que el Secretario de Educación, Luis Arturo Cornejo Alatorre, ofreció en la ceremonia con que se recordó en tono festivo la revuelta que tuvo al país de cabeza desde 1910 hasta 1921, y nos dejó, además de un montón de muertos, las instituciones en las que fundamos la república priista (incluido el otrora partidote hoy reducido a un esperpento).

Porque, Cornejo Alatorre dixit, “el proyecto de la cuarta transformación de Andrés López Obrador, es el regreso al modelo nacionalista que tenía como ideario la revolución mexicana: rescatar la soberanía nacional, y elevar nuevamente las banderas de la solidaridad social”. Es decir, se trata de revivir el mero nacionalismo revolucionario que causaba tanto escozor a las conciencias cuando venía en su envase tricolor, pero ahora morenizado, luce deseable, rescatable, generalísimo, pues. Aunque, si ejerciéramos un cierto rigor histórico, ideológico, político, lógico, si lo llevamos más allá del discurso, no se ve posibilidad alguna de que resurja, y no por ponernos tan puristas y pedir que nos revivan a Zapata, Villa, Carranza, Obregón, Calles, Cárdenas, Madero, o el resto de las efemérides de la época (ni que fueran Juan Gabriel), sino porque desde la perspectiva más elemental, la revolución que ocurrió en el 1910, se trató de una ruptura y, en caso de imponerse ahora ese antiguo ideario, se trataría de una restauración, es decir, esos que se dicen liberales, acabarían siendo conservadores, y entonces el mundo iba a estallar en medio de las contradicciones.

Pero si el planeta, y tampoco el cerebro de la mayor parte de la gente, están a salvo de un estallido así, es probablemente porque la retórica esa del nacionalismo revolucionario es una suerte de adorno (como una llamativa corbata), que se saca para ocasiones especiales, pero realmente no aporta nada a una realidad política mexicana que trasciende hace muchos años el etiquetaje ese de liberales y conservadores, de malos y buenos, de fifí y barrio. En todo caso, la ciudadanía de cada uno de nosotros es extraordinariamente móvil y no obedece a estructuras ideológicas rígidas. Porque, a final de cuentas, a pesar de sus excelsitudes, el lenguaje sigue siendo muy limitado para reflejar la realidad a la que refiere, no contiene, ni siquiera puede imitar. No se trata, entonces, de banderas sino de realidades, de actos que todos los días realizamos los ciudadanos más allá de los regímenes políticos que, al final, todo lo pervierten.

Las afirmaciones anteriores no tratan, sería una pésima lectura, de decir que todo está bien en el horizonte, en todo caso, servirían como un recordatorio de que la realidad es cambiante y los ideales de la nación no son una meta que pueda alcanzarse en un tiempo determinado. Para lograr la paz, la justicia, la prosperidad, la democracia, debe trabajarse todos los días; y para ello, requerimos emprender algunas acciones que parecerían conservadoras, y otras que lucirían muy liberales. Por eso es que resulta siempre espantoso, desde cualquier análisis práctico, que desde su inicio los gobiernos se empiecen a colgar camisetas, etiquetas, y formas de identificación que los constriñen en la toma de decisiones que resultan las más viables, o a veces incluso las únicas. Un gobierno tendría que definirse, a final de cuentas, por las acciones que emprende y los resultados que logra. El discurso autoidentitario es sumamente peligroso para quienes lo pronuncian.

Twitter: @martinellito

Correo electrónico: dmartinez@elsoldecuernavaca.com.mx


Si alguien creía que la revolución mexicana estaba muerta es porque no conocía la cuarta transformación. O por lo menos eso tendría que desprenderse del discurso que el Secretario de Educación, Luis Arturo Cornejo Alatorre, ofreció en la ceremonia con que se recordó en tono festivo la revuelta que tuvo al país de cabeza desde 1910 hasta 1921, y nos dejó, además de un montón de muertos, las instituciones en las que fundamos la república priista (incluido el otrora partidote hoy reducido a un esperpento).

Porque, Cornejo Alatorre dixit, “el proyecto de la cuarta transformación de Andrés López Obrador, es el regreso al modelo nacionalista que tenía como ideario la revolución mexicana: rescatar la soberanía nacional, y elevar nuevamente las banderas de la solidaridad social”. Es decir, se trata de revivir el mero nacionalismo revolucionario que causaba tanto escozor a las conciencias cuando venía en su envase tricolor, pero ahora morenizado, luce deseable, rescatable, generalísimo, pues. Aunque, si ejerciéramos un cierto rigor histórico, ideológico, político, lógico, si lo llevamos más allá del discurso, no se ve posibilidad alguna de que resurja, y no por ponernos tan puristas y pedir que nos revivan a Zapata, Villa, Carranza, Obregón, Calles, Cárdenas, Madero, o el resto de las efemérides de la época (ni que fueran Juan Gabriel), sino porque desde la perspectiva más elemental, la revolución que ocurrió en el 1910, se trató de una ruptura y, en caso de imponerse ahora ese antiguo ideario, se trataría de una restauración, es decir, esos que se dicen liberales, acabarían siendo conservadores, y entonces el mundo iba a estallar en medio de las contradicciones.

Pero si el planeta, y tampoco el cerebro de la mayor parte de la gente, están a salvo de un estallido así, es probablemente porque la retórica esa del nacionalismo revolucionario es una suerte de adorno (como una llamativa corbata), que se saca para ocasiones especiales, pero realmente no aporta nada a una realidad política mexicana que trasciende hace muchos años el etiquetaje ese de liberales y conservadores, de malos y buenos, de fifí y barrio. En todo caso, la ciudadanía de cada uno de nosotros es extraordinariamente móvil y no obedece a estructuras ideológicas rígidas. Porque, a final de cuentas, a pesar de sus excelsitudes, el lenguaje sigue siendo muy limitado para reflejar la realidad a la que refiere, no contiene, ni siquiera puede imitar. No se trata, entonces, de banderas sino de realidades, de actos que todos los días realizamos los ciudadanos más allá de los regímenes políticos que, al final, todo lo pervierten.

Las afirmaciones anteriores no tratan, sería una pésima lectura, de decir que todo está bien en el horizonte, en todo caso, servirían como un recordatorio de que la realidad es cambiante y los ideales de la nación no son una meta que pueda alcanzarse en un tiempo determinado. Para lograr la paz, la justicia, la prosperidad, la democracia, debe trabajarse todos los días; y para ello, requerimos emprender algunas acciones que parecerían conservadoras, y otras que lucirían muy liberales. Por eso es que resulta siempre espantoso, desde cualquier análisis práctico, que desde su inicio los gobiernos se empiecen a colgar camisetas, etiquetas, y formas de identificación que los constriñen en la toma de decisiones que resultan las más viables, o a veces incluso las únicas. Un gobierno tendría que definirse, a final de cuentas, por las acciones que emprende y los resultados que logra. El discurso autoidentitario es sumamente peligroso para quienes lo pronuncian.

Twitter: @martinellito

Correo electrónico: dmartinez@elsoldecuernavaca.com.mx


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