En México no parece haber ideologías, sino caudillos. La gente no sigue un conjunto de ideas sino la personalidad de un sujeto cuyo carisma resulta atractivo para las grandes audiencias.
El problema es que en términos personales, las ideas personales no corresponden a un sistema estructurado de pensamiento, sino a reacciones comunes a estímulos ambientales que facilitan a las personas enfrentar la realidad sin alterar demasiado su conducta. Es decir, las personas abanderan ideas que no necesariamente son congruentes, incluso los valores se adaptan de acuerdo con la circunstancia del individuo.
Así, es natural que los caudillos cambien de marcos de referencia cuando se trata de juzgar las realidades que enfrentan. Cuanto más entregada está la gente al caudillo, será mayor la vehemencia con que defiendan esos cambios de marcos referenciales que bajo un esquema lógico serán considerados absolutamente incongruentes, pero que a final de cuentas resultan útiles para evitar reconocer los enormes disparates que se cometen en los juicios de los caudillos.
El pensamiento del caudillo pervierte cualquier ideología porque está influido, como el de la mayoría de los ciudadanos, por las coyunturas. Esta perversión ideológica deriva en un pragmatismo que beneficia a los grupos de interés cercanos al caudillo o, en el peor de los casos, exclusivamente al caudillo. No se trata de una novedad, el régimen postrevolucionario en México estuvo pleno de estas figuras que, cuando no podían imponerse por su carisma lo hacían por la lógica del autoritarismo presidencial. De esa fuente abrevaron y se alimentaron desde pequeños la mayoría de los políticos y probablemente todos los presidentes y gobernadores de los estados. El priismo no tuvo componentes ideológicos fijos en su historia y se convirtió muy pronto en una forma de vida cercana al poder. Los priistas fueron desplazados del poder, pero su estilo no; la perversión ideológica tocó a los panistas, perredistas, y a Morena también; mucho más a éste último en tanto su dirigente real, Andrés Manuel López Obrador, es la única figura de ese partido. Vicente Fox, Felipe Calderón, Enrique Peña Nieto, y el propio López Obrador, son ejemplos de esa inconsistencia ideológica que ha llevado a la inutilidad de los partidos políticos que debieran ser sistemas de ideas consistentes y se convierten en cambio en validadores de lo que su caudillo o su funcionario con mayor presencia dice o hace. Mientras mayor sea el rango de ese funcionario, será más alta la sujeción de sus correligionarios que se convierten, por lo menos durante la duración del cargo, en corifeos.
El efecto del relativismo con que los caudillos en México han asumido el pensamiento político ha sido el enorme descrédito institucional. Sin guías morales o ideológicas, apostar por un caudillo significa permitir que el futuro esté dictado por la suerte de salud mental que tenga ese sujeto, lo que no resulta para nada prudente. La oferta ideológica de los partidos políticos (siempre que exista y sea consistente), es un valor para las democracias porque resulta el contenido de la marca, el límite de principios para la toma de decisiones de sus afiliados, y permite que la población pueda confiar en algo más que la personalidad del funcionario.
Conviene revalorar, ahora que los partidos políticos están en tiempos de introspección, la urgencia de revivir ideológicamente, de establecer principios fundamentales para guiarse incluso en situaciones límite. Si los partidos están dispuestos a ser agrupaciones de ciudadanos organizados que comparten una ideología política resulta urgente que abandonen el modelo de oficinas de campañas publicitarias. En esta época parece una apuesta riesgosa, pero bien vale la pena, por mera decencia.