/ martes 21 de julio de 2020

Existe la oportunidad de refundar el Estado Mexicano

Las manzanas podridas comienzan a caer por racimos, cuando el presidente López Obrador ha sacudido el árbol frondoso de la corrupción que había crecido al amparo de la absoluta impunidad, otorgada por los gobiernos neoliberales para proteger a los nuevos socios en el atraco a la riqueza en México.

A los nombres ya conocidos de Rosario Robles, Javier Duarte y otros, se han unido los de César Duarte, Tomás Zerón, Emilio Lozoya, Alonso Ancira y el empresario Kamil Nacif, pederasta y amigo del “góber precioso” Mario Marín, localizado en Líbano y solicitado por la justicia mexicana.

En principio, la política oficial hoy no trata de castigar a los famosos “chivos expiatorios” con los que acostumbraba el sistema mexicano obsequiar cada cierto tiempo a las masas indignadas por tanto atropello. Hoy estamos mirando una nueva política de lucha contra ese mal, que algunos expresidentes llegaron a considerar normal, o inclusive consustancial o “cultural”.

Oscar Duarte, exgobernador de Chihuahua y prototipo del aventurero político sin escrúpulos que creció a sus anchas al amparo del priísmo, ya fue localizado en Miami y pronto lo tendremos entre nosotros, a buen resguardo en algún centro penitenciario de alta seguridad.

Emilio Lozoya, exdirector de Pemex acusado de múltiples actos de corrupción, desde recibir sobornos de Odebrecht hasta comprar chatarra a pecio de oro, con sobreprecio de 200% en los casos de Fertinal y Agronitrogenados. Es inminente su llegada al país, y con él, de varios paquetes de denuncias contra los funcionarios de quienes recibía órdenes, llámense Luis Videgaray o Enrique Peña Nieto.

Cada uno de estos personajes da material suficiente para redactar varios capítulos. Si los vemos en conjunto, forman un verdadero catálogo de pillerías, de falta de escrúpulos, de atracos, de soberbia y desprecio por la ley, la cual de dientes afuera prometieron defender y hacer cumplir cuando aceptaron el cargo.

A lo anterior debemos añadir los hechos que se derivan de las medidas implementadas por el régimen obradorista. Santiago Nieto, titular de la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) de la secretaría de Hacienda, ha congelado miles de cuentas a la delincuencia organizada, que incluye no solo a los mafiosos de los cárteles, sino a los funcionarios que se han coludido con aquellos y han hecho posible el crecimiento exponencial de la violencia y los negocios turbios.

Las denuncias formuladas por le UIF ante la Fiscalía General de la República (FGR) no han tenido el éxito deseado. En un reciente debate entre el titular de la FGR, Alejandro Gertz Manero y Edgardo Buscaglia, académico antimafia radicado en USA, se ha puesto de manifiesto el fondo de las discrepancias entre la UIF y la FGR, ambas instancias del gobierno mexicano.

El mecanismo ha sido el siguiente: la UIF denuncia los hechos de corrupción ante la FGR y congela las cuentas bajo sospecha. Pero la FGR exige que se aporten las pruebas para proceder judicialmente contra los indiciados. Sin embargo, el deber constitucional de este órgano –que representa al ministerio público federal—es precisamente buscar las pruebas y formular los alegatos jurídicos que correspondan.

Este debate no es etéreo ni puramente académico. Finalmente, y haciendo a un lado los protagonismos de cada funcionario, su obligación legal y constitucional es colaborar con su contraparte, y hacerlo para beneficio de la sociedad mexicana. Lo demás solo son celos burocráticos y artilugios de jurisconsultos.

La periodista Anabel Hernández, autora de numerosos libros sobre la estructura de la delincuencia organizada en México, ha señalado repetidas veces que la FGR está llena de funcionarios que en la época inmediata anterior han estado al servicio de la delincuencia.

Este es un elemento más para entender lo que pasa en el seno de las instituciones encargadas de luchar contra la corrupción. De la solución de este conflicto depende la velocidad de marcha de los procesos que nos llevarán a erradicar la corrupción en México, y por ende, si no se resuelve cabe el peligro de que esta lucha fracase.

Buscaglia ha señalado que el proceso contra Emilio Lozoya significa una oportunidad histórica para que el estado mexicano pueda destruir los nichos de la corrupción en el poder judicial. En otras palabras: para refundar el estado mexicano.

Los síntomas de corrupción de algunos juzgadores son muchos: bajo el amparo de la “autonomía” del poder judicial respecto a los demás poderes del estado, jueces de diversas instancias han dejado en libertad a delincuentes comprobados, solo por el hecho de que a los expedientes de consignación les faltó un detalle, un requisito legal. Hay cientos de ejemplos.

En la batalla por esclarecer los hechos de Ayotzinapa, la policía detuvo a Angel Casarrubias “El Mochomo” y lo consignó ante un juez. Por escuchas legalmente realizadas, se pudo conocer que una jueza a cargo del expediente recibió fuertes cantidades de dinero a cambio de decretar la libertad de un peligroso delincuente.

En este caso, es tan delincuente quien cometió los atroces crímenes de la noche de Iguala, que quien lo exoneró de culpa legal a cambio de dinero. En otras palabras: el estado mexicano fue diseñado para vender y comprar impunidad por parte de los delincuentes.

Como escribió Sor Juana Inés de la Cruz en sus Redondillas: ¿O cuál es de más culpar/ Aunque cualquiera mal haga/ La que peca por la paga/ O el que paga por pecar..?

Refundar el estado mexicano significa, lisa y llanamente, barrer con toda la basura heredada del antiguo régimen, de la antigua mentalidad individualista y corrupta, del concepto de que el ejercicio de la función pública equivale a sacarse la lotería, que ser funcionario del estado sirve para llenarse los bolsillos de dinero.

Refundar el estado significa combatir la mentalidad, por cierto muy extendida, que alguien con cierto talento, El Tlacuache César Garizurieta, definió en otros tiempos con claridad casi filosófica: “Vivir fuera del presupuesto es vivir en el error”.

Las manzanas podridas comienzan a caer por racimos, cuando el presidente López Obrador ha sacudido el árbol frondoso de la corrupción que había crecido al amparo de la absoluta impunidad, otorgada por los gobiernos neoliberales para proteger a los nuevos socios en el atraco a la riqueza en México.

A los nombres ya conocidos de Rosario Robles, Javier Duarte y otros, se han unido los de César Duarte, Tomás Zerón, Emilio Lozoya, Alonso Ancira y el empresario Kamil Nacif, pederasta y amigo del “góber precioso” Mario Marín, localizado en Líbano y solicitado por la justicia mexicana.

En principio, la política oficial hoy no trata de castigar a los famosos “chivos expiatorios” con los que acostumbraba el sistema mexicano obsequiar cada cierto tiempo a las masas indignadas por tanto atropello. Hoy estamos mirando una nueva política de lucha contra ese mal, que algunos expresidentes llegaron a considerar normal, o inclusive consustancial o “cultural”.

Oscar Duarte, exgobernador de Chihuahua y prototipo del aventurero político sin escrúpulos que creció a sus anchas al amparo del priísmo, ya fue localizado en Miami y pronto lo tendremos entre nosotros, a buen resguardo en algún centro penitenciario de alta seguridad.

Emilio Lozoya, exdirector de Pemex acusado de múltiples actos de corrupción, desde recibir sobornos de Odebrecht hasta comprar chatarra a pecio de oro, con sobreprecio de 200% en los casos de Fertinal y Agronitrogenados. Es inminente su llegada al país, y con él, de varios paquetes de denuncias contra los funcionarios de quienes recibía órdenes, llámense Luis Videgaray o Enrique Peña Nieto.

Cada uno de estos personajes da material suficiente para redactar varios capítulos. Si los vemos en conjunto, forman un verdadero catálogo de pillerías, de falta de escrúpulos, de atracos, de soberbia y desprecio por la ley, la cual de dientes afuera prometieron defender y hacer cumplir cuando aceptaron el cargo.

A lo anterior debemos añadir los hechos que se derivan de las medidas implementadas por el régimen obradorista. Santiago Nieto, titular de la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) de la secretaría de Hacienda, ha congelado miles de cuentas a la delincuencia organizada, que incluye no solo a los mafiosos de los cárteles, sino a los funcionarios que se han coludido con aquellos y han hecho posible el crecimiento exponencial de la violencia y los negocios turbios.

Las denuncias formuladas por le UIF ante la Fiscalía General de la República (FGR) no han tenido el éxito deseado. En un reciente debate entre el titular de la FGR, Alejandro Gertz Manero y Edgardo Buscaglia, académico antimafia radicado en USA, se ha puesto de manifiesto el fondo de las discrepancias entre la UIF y la FGR, ambas instancias del gobierno mexicano.

El mecanismo ha sido el siguiente: la UIF denuncia los hechos de corrupción ante la FGR y congela las cuentas bajo sospecha. Pero la FGR exige que se aporten las pruebas para proceder judicialmente contra los indiciados. Sin embargo, el deber constitucional de este órgano –que representa al ministerio público federal—es precisamente buscar las pruebas y formular los alegatos jurídicos que correspondan.

Este debate no es etéreo ni puramente académico. Finalmente, y haciendo a un lado los protagonismos de cada funcionario, su obligación legal y constitucional es colaborar con su contraparte, y hacerlo para beneficio de la sociedad mexicana. Lo demás solo son celos burocráticos y artilugios de jurisconsultos.

La periodista Anabel Hernández, autora de numerosos libros sobre la estructura de la delincuencia organizada en México, ha señalado repetidas veces que la FGR está llena de funcionarios que en la época inmediata anterior han estado al servicio de la delincuencia.

Este es un elemento más para entender lo que pasa en el seno de las instituciones encargadas de luchar contra la corrupción. De la solución de este conflicto depende la velocidad de marcha de los procesos que nos llevarán a erradicar la corrupción en México, y por ende, si no se resuelve cabe el peligro de que esta lucha fracase.

Buscaglia ha señalado que el proceso contra Emilio Lozoya significa una oportunidad histórica para que el estado mexicano pueda destruir los nichos de la corrupción en el poder judicial. En otras palabras: para refundar el estado mexicano.

Los síntomas de corrupción de algunos juzgadores son muchos: bajo el amparo de la “autonomía” del poder judicial respecto a los demás poderes del estado, jueces de diversas instancias han dejado en libertad a delincuentes comprobados, solo por el hecho de que a los expedientes de consignación les faltó un detalle, un requisito legal. Hay cientos de ejemplos.

En la batalla por esclarecer los hechos de Ayotzinapa, la policía detuvo a Angel Casarrubias “El Mochomo” y lo consignó ante un juez. Por escuchas legalmente realizadas, se pudo conocer que una jueza a cargo del expediente recibió fuertes cantidades de dinero a cambio de decretar la libertad de un peligroso delincuente.

En este caso, es tan delincuente quien cometió los atroces crímenes de la noche de Iguala, que quien lo exoneró de culpa legal a cambio de dinero. En otras palabras: el estado mexicano fue diseñado para vender y comprar impunidad por parte de los delincuentes.

Como escribió Sor Juana Inés de la Cruz en sus Redondillas: ¿O cuál es de más culpar/ Aunque cualquiera mal haga/ La que peca por la paga/ O el que paga por pecar..?

Refundar el estado mexicano significa, lisa y llanamente, barrer con toda la basura heredada del antiguo régimen, de la antigua mentalidad individualista y corrupta, del concepto de que el ejercicio de la función pública equivale a sacarse la lotería, que ser funcionario del estado sirve para llenarse los bolsillos de dinero.

Refundar el estado significa combatir la mentalidad, por cierto muy extendida, que alguien con cierto talento, El Tlacuache César Garizurieta, definió en otros tiempos con claridad casi filosófica: “Vivir fuera del presupuesto es vivir en el error”.