El 30 de noviembre de 2017, una familia en Temixco pasó por la peor experiencia que podría tener cualquiera. La fuerza excesiva y según apuntan las investigaciones, innecesaria de la policía, convirtió un operativo en matanza cobrando la vida de 6 personas, incluidos menores de edad. Luego vino la criminalización de las víctimas y la alteración de la ruta de investigación (según advierte la Comisión Nacional de Derechos Humanos) que dejaría por casi dos años los hechos impunes. La película es del peor terror en tanto el Estado habría utilizado los instrumentos con los que debiera proteger a los ciudadanos para aterrorizarlos, ultimarlos y luego criminalizarlos en una especie de justicia sumaria que nunca empieza a ser justa, ni siquiera pareja.
La Comisión Nacional de los Derechos Humanos ha encontrado, luego de larguísimas investigaciones, que se cometieron violaciones graves a los derechos humanos de las víctimas del operativo ejecutado con innecesaria rudeza, aclarando que no investigó delitos cometidos por las personas contra quienes fue dirigido el operativo. La aclaración surge de la posibilidad de que la policía hubiera actuado en persecución de verdaderos delincuentes, un hecho que no exime a la autoridad de actuar siguiendo protocolos de respeto a los derechos humanos fundamentales.
No se trata, como argüirán algunos, de que la CNDH, o cualquier otra agencia protectora de las garantías individuales, libere o proteja delincuentes; sino de la garantía que el Estado debe ofrecer a sus gobernados de que jamás se aplicará la justicia de manera injusta, de que la acción policial tiene límites y que el respeto y la protección de la vida son funciones primordiales de cualquier gobierno. Las ideas revisionistas sobre los excesos de la protección de los derechos humanos frente a las autoridades que hacen cumplir la ley resultan absurdas en un contexto en que los policías van armados y usan esas armas contra quienes carecen de ellas y no representan riesgo alguno para la vida de los agentes del orden. En términos elementales, se trata de proteger a los débiles, por un lado, y de garantizar procesos justos incluso a quienes pudieran ser encontrados culpables de los peores delitos.
Bien hace la administración de Cuauhtémoc Blanco en atender la recomendación de la CNDH sobre el caso, y también hará bien si admite las que pudieran emitirse contra cualquier autoridad estatal que vulnerara las garantías individuales de cualquier persona. El reconocimiento de que el Estado es mucho más fuerte que los individuos es premisa básica para procurar el respeto a los derechos individuales frente a lo abrumadora que puede ser la acción de los aparatos del gobierno. Resalta la velocidad con que el gobierno estatal asumió la responsabilidad institucional en los hechos, y la celeridad con que se comienza a atender la recomendación. Habrá quienes pregunten si sería igual en caso de que detrás del operativo no asomara alguna responsabilidad del ex comisionado Alberto Capella, adversario y crítico acérrimo de Blanco Bravo; pero aquí no se trata de vindicaciones personales sino de establecer un precedente de respeto a los derechos humanos en une época especialmente difícil por el miedo y odio que generan los grupos delictivos.
Justo ahora es cuando la labor de las comisiones de derechos humanos, y de los especialistas en la materia se vuelve vital en tanto una parte de la población, alterada con razón por la inseguridad, podría pretender justificar violaciones a las garantías individuales en aras de mantener la seguridad, lo que generaría una sensación de tranquilidad ficticia, porque la verdadera paz no puede concebirse en medio de violaciones a la vida y dignidad humanas.