Un estorbo enorme en el diagnóstico de problemas sociales es la identificación que de los mismos se hace como de origen “cultural”, una prefiguración que incluye cuestiones institucionales, educativas, personales, económicas, políticas, que a final de cuentas acaban por diluir las responsabilidades individuales en el tratamiento del problema con lo que, a final de cuentas se perpetua el problema. La violencia contra las mujeres en cualquiera de sus formas desde las más pasivas como la discriminación, hasta las más terribles como el crimen, es un ejemplo terrible de esa colección de tropelías intelectuales que el set de conceptos más ideológicos que científicos de las ciencias sociales permiten para elaborar tratamientos erróneos, insuficientes, o de plano totalmente equivocados para problemas que nos son comunes a todos.
Disfrácelo como quiera el analista, el planner gubernamental, el filósofo de tercera, pero la cultura está formada por todas las creencias, conductas, prácticas y significados que construimos todos los que formamos una comunidad, así que el diagnóstico de cualquier problema como “cultural” no debiera traducirse en la evasión de responsabilidades (para cuando quienes tienen el poder para establecer nuevas convenciones compartidas por todos lo hagan), sino en que cada uno de los sujetos creadores de cultura, es decir, toda la comunidad, empiece a transformar su entorno para volverlo más seguro para las mujeres.
El incremento a la violencia contra las mujeres en Morelos durante los últimos años no parece tener paralelo en transformaciones sociales profundas que pudieran considerarse motivadoras de esa violencia (no como justificación sino como explicación); lo cierto es que pareciera más bien que, entre la indolencia de la sociedad, y la degradación moral que sufren grandes grupos poblacionales por influencia de circunstancias y tecnologías novedosas que no hemos aprendido a manejar; la violencia contra las mujeres en todas sus formas se ha incrementado hasta volverse, además de criminal, absurda, de mal gusto, una limitante profunda para el desarrollo social y económico del estado.
Así que aunque tardía (porque hubo cambio de gobierno y esas cosas de la burocracia), la convicción demostrada por la administración de Cuauhtémoc Blanco para frenar los abusos e injusticias contra las mujeres debiera ser aquilatada, pero también supervisada para que la propia sociedad verifique que las intenciones no queden en el discurso sino se traduzcan en acciones efectivas en todas las oficinas de gobierno, algunas de ellas contaminadas históricamente con la cultura discriminatoria que veja y ultraja sentimental, espiritual, intelectual y hasta físicamente a las mujeres casi por sistema. Porque una cosa es la voluntad política, que en el discurso queda evidente, y otra son las acciones instrumentales que verifiquen para cumplir esa voluntad y que no dependen, hay que decirlo, solamente del gobernador, sino del cambio en las actitudes y conductas de miles de servidores públicos.
Porque si bien la violencia contra la mujer no es un problema restringido solamente a la esfera gubernamental, sí se espera que sea desde el gobierno donde se diseñen y apliquen los ordenamientos y políticas públicas que, sin lesionar otros derechos, garanticen el acceso de las mujeres a oportunidades de desarrollo y crecimiento personal en ambientes de paz y libres de cualquier forma de violencia. Es decir, cada instancia de la sociedad debe hacer lo que le corresponde, y al poder le toca verificar que todos cumplan y hacer también lo propio. No es un problema cultural, como se concebía antes, sino un asunto político, y eso es atendible siempre.