/ jueves 31 de octubre de 2019

Los difuntos como evocación del encuentro

Diócesis de Cuernavaca

Estuve muerto; y he aquí, estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del inframundo.

Ap. 1,18

Vociferante es el silencio de la muerte, levanta vuelo como una parvada de pensamientos enmohecidos en los labios del abyecto; algunos se aferran al respiro, otros no pueden liberar su último aliento, pero hay quienes son irreverentes al saludo de la muerte. Esa presencia sabida por todos pero ignorada por el encanto de la vida, deseosos de atrapar el tiempo. La muerte evoca el recuerdo de lo vivido, la añoranza del ensueño de la vida.

Estos días nuestro pueblo genera un bello imaginario colectivo lleno de simbolismos recreados en la memoria del corazón, de aquellos que han partido pero han dejado recuerdos palpitantes como susurros visibles de su presencia, habitantes del amor que trascienden la muerte. Son ellos, nuestros difuntos, los que se han ido pero permanecen más allá del sepulcro que vela aquel cuerpo con el cual nos permitió amarle, y en la conmemoración luctuosa de todos ellos, somos convocados a la memoria afectiva con un convite a esa inmortalidad anunciada.

Dejarnos cobijar por este remanso cordial es permitirnos difuminar los límites de la muerte y convertir el fúnebre panteón en espacio simbólico de encuentro. Somos habitados entonces por evocaciones de lo vivido, nos estremecemos por esas ausencias presentes, los sentidos añoran los gestos, frases, olores y formas de quienes seguimos amando, hacemos reminiscencia de historias trayendo los mismos sentimientos que nos provocaron hace años. De pronto nos hallamos eternos, porque revivimos el pasado conciliándolo con el amor evocado del presente.

No hay tiempo que nos separe, el rito espiritual nos recrea en un devenir del encuentro, resignificamos la muerte, nos acercamos a ella para vitalizar el amor del presente. Haciendo consciencia de lo efímero de la vida, evocamos a nuestros difuntos para reavivar su cariño. El colorido de la ofrenda, sus fotografías y objetos de nuestro difunto abren brecha a los sentidos del corazón, por eso podemos decir que “vienen” aunque en realidad nunca se fueron, siguen habitándonos en sus recuerdos, bálsamo perfumado para mantener viva la memoria del amor.

El cristianismo tiene estos rasgos espirituales, el resucitado precisamente nos muestra que a pesar de la fatalidad del sepulcro, la vida prevalece. Su presencia después de muerto se da en el encuentro al compartir el pan, como el símbolo de compartir el amor que sigue perdurando, camina con ellos para explicarles la escritura, ora con ellos en el cenáculo, es decir, murió pero no dejo de ser presencia espiritual en el corazón de sus discípulos, para seguir animándolos y en su memoria continuar su proyecto, por eso en ese altar de la iglesia seguimos haciendo anamnesis de sus enseñanzas, y él hace presencia real en medio de su pueblo.

Estuve muerto; y he aquí, estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del inframundo.

Ap. 1,18

Vociferante es el silencio de la muerte, levanta vuelo como una parvada de pensamientos enmohecidos en los labios del abyecto; algunos se aferran al respiro, otros no pueden liberar su último aliento, pero hay quienes son irreverentes al saludo de la muerte. Esa presencia sabida por todos pero ignorada por el encanto de la vida, deseosos de atrapar el tiempo. La muerte evoca el recuerdo de lo vivido, la añoranza del ensueño de la vida.

Estos días nuestro pueblo genera un bello imaginario colectivo lleno de simbolismos recreados en la memoria del corazón, de aquellos que han partido pero han dejado recuerdos palpitantes como susurros visibles de su presencia, habitantes del amor que trascienden la muerte. Son ellos, nuestros difuntos, los que se han ido pero permanecen más allá del sepulcro que vela aquel cuerpo con el cual nos permitió amarle, y en la conmemoración luctuosa de todos ellos, somos convocados a la memoria afectiva con un convite a esa inmortalidad anunciada.

Dejarnos cobijar por este remanso cordial es permitirnos difuminar los límites de la muerte y convertir el fúnebre panteón en espacio simbólico de encuentro. Somos habitados entonces por evocaciones de lo vivido, nos estremecemos por esas ausencias presentes, los sentidos añoran los gestos, frases, olores y formas de quienes seguimos amando, hacemos reminiscencia de historias trayendo los mismos sentimientos que nos provocaron hace años. De pronto nos hallamos eternos, porque revivimos el pasado conciliándolo con el amor evocado del presente.

No hay tiempo que nos separe, el rito espiritual nos recrea en un devenir del encuentro, resignificamos la muerte, nos acercamos a ella para vitalizar el amor del presente. Haciendo consciencia de lo efímero de la vida, evocamos a nuestros difuntos para reavivar su cariño. El colorido de la ofrenda, sus fotografías y objetos de nuestro difunto abren brecha a los sentidos del corazón, por eso podemos decir que “vienen” aunque en realidad nunca se fueron, siguen habitándonos en sus recuerdos, bálsamo perfumado para mantener viva la memoria del amor.

El cristianismo tiene estos rasgos espirituales, el resucitado precisamente nos muestra que a pesar de la fatalidad del sepulcro, la vida prevalece. Su presencia después de muerto se da en el encuentro al compartir el pan, como el símbolo de compartir el amor que sigue perdurando, camina con ellos para explicarles la escritura, ora con ellos en el cenáculo, es decir, murió pero no dejo de ser presencia espiritual en el corazón de sus discípulos, para seguir animándolos y en su memoria continuar su proyecto, por eso en ese altar de la iglesia seguimos haciendo anamnesis de sus enseñanzas, y él hace presencia real en medio de su pueblo.

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