La información es la moneda del reino en el siglo XXI. Facilita la toma de decisiones educadas, fortalece la participación ciudadana y permite el escrutinio público de las acciones gubernamentales. Además, en situaciones de crisis, el acceso oportuno y veraz a la información se convierte en una herramienta de vida o muerte, destacando su papel en la protección desde la salud pública hasta la seguridad.
El derecho a la información se cierne como una máxima cívica, un principio rector que sostiene la arquitectura de las democracias modernas. Permite a los ciudadanos ejercer plenamente su autonomía y supervisar el actuar de sus gobernantes.
Más que un simple acceso a datos, eleva el debate público, enriquece la diversidad de perspectivas y fomenta un entorno en el que la verdad y la transparencia no son vistas como meras aspiraciones; sino como expectativas fundamentales. En su esencia, es la guía hacia una sociedad más ilustrada, justa y participativa, donde cada individuo tiene la herramienta vital para cuestionar, comprender y contribuir críticamente al tejido de su realidad social y política.
Permite buscar, recibir y difundir información libremente. Este derecho, vinculado estrechamente con la libertad de expresión, está reconocido tanto en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (artículo 19) como en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. En nuestro país, está protegido por el artículo 6° de la Constitución Política y su reglamentaria la Ley General de Transparencia y Acceso a la Información Pública, que promueve la transparencia y el acceso a la información pública como fundamentos de la gestión gubernamental.
Recientemente, para ser precisos el pasado 25 de junio, los reflectores del mundo se centraron en Julian Assange, creador de Wikileaks, quien llegó a un acuerdo de culpabilidad con el gobierno de EE. UU., poniendo fin a una larga saga legal de 14 años. Assange se declaró culpable de un cargo de conspiración por obtener y divulgar información de defensa nacional, según los términos del acuerdo de culpabilidad. A cambio, el gobierno de EE. UU. retiró otros 17 cargos en su contra.
El juicio se llevó a cabo en la Corte Federal de los EE. UU. en Saipan, Islas Marianas del Norte, una ubicación elegida por su proximidad a Australia y porque Assange se oponía a viajar al territorio continental de los Estados Unidos. Tras su declaración, fue sentenciado a 62 meses, que ya había cumplido en el Reino Unido, permitiéndole regresar libre a su país natal, Australia
En su momento, el australiano se adentró en los laberintos secretos de gobiernos y corporaciones, desvelando las tramas ocultas que se tejían en la penumbra. Sus revelaciones no fueron simples filtraciones; fueron rayos de luz que desgarraron las sombras, exponiendo las entrañas de la maquinaria del poder. Desde los informes de guerra en Irak y Afganistán hasta los cables diplomáticos que desnudaban la diplomacia internacional, cada documento revelado por Wikileaks era una pieza en el rompecabezas de la verdad global.
Para muchos, las acciones de Assange fueron un acto de valentía y justicia, un grito por la transparencia en un mundo sumido en sombras. Para otros, fue un acto de irresponsabilidad que puso en riesgo vidas y compromisos diplomáticos delicados.
En este sentido, la pregunta que surge es ineludible: ¿tiene límites el derecho a la información?, ¿existen fronteras legítimas que salvaguardan intereses mayores? En un mundo ideal, la transparencia total sería el estándar. Sin embargo, en la realidad, los matices y las consideraciones estratégicas deben tener su lugar. La seguridad nacional, la privacidad de los individuos y la integridad de las relaciones diplomáticas son factores que complican la ecuación.
Por última reflexión, como epopeya moderna, ¿es Assange un héroe, un mártir de la transparencia; o un villano que puso en peligro vidas y secretos? La respuesta, como un espejo roto, refleja múltiples verdades.
Profesor de Derecho Civil y Derecho Familiar de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México