El título que hemos elegido para nuestro artículo es un proverbio con resonancia de la sabiduría antigua. Encapsula una verdad poderosa: La voz del pueblo, es la voz de Dios. Esta máxima, sin afanes teológicos ni filosóficos, adquiere un significado especial en el contexto de la democracia moderna y, en particular, en el proceso electoral mexicano.
En la antigüedad, la frase servía para enfatizar la importancia de escuchar al pueblo, ya que se consideraba que la multitud, en su conjunto, podía ser portadora de una verdad divina o de un destino manifiesto. Simbolizaba la soberanía del pueblo en la toma de decisiones colectivas. Al depositar su voto, los ciudadanos participan en un ritual democrático, ejerciendo un acto que se consideraba sagrado en el sentido cívico, debido a que era la manifestación de la voluntad popular.
Este 2 de junio, más de 96 millones de compatriotas inscritos en el Padrón Electoral tendrán el poder de decidir el futuro político del país. Más de 96 millones de mexicanos y mexicanas que conforman el Padrón Electoral ejerceremos nuestro voto para elegir a quien será la o el Presidente número 66 de México. Se renovarán las cámaras del Congreso de la Unión—con sus 128 senadores y 500 diputados—; ocho gubernaturas; la Jefatura de Gobierno de la Ciudad de México; y se reconfigurarán numerosos Congresos Locales, Ayuntamientos y Juntas Municipales. Un total de 19,634 cargos públicos, marcando uno de los ejercicios democráticos más significativos en la historia reciente del país.
La magnitud de esta elección es monumental, tanto por la cantidad de cargos en juego cuanto por lo que representa en el contexto de una democracia que se enfrenta constantemente a desafíos internos y externos; y se espera una participación sin precedentes. Por ejemplo, en las elecciones federales de 2018, la presencia ciudadana fue del 63%, más de 56 millones, según el Instituto Nacional Electoral. Este dato resalta la creciente conciencia de la ciudadanía sobre su papel en la gobernanza del país.
Al acudir a las urnas, cada voto emitido es un testimonio de fe en el sistema democrático. Un sistema que idealmente debería reflejar la voluntad del pueblo en su estructura y funcionamiento. La decisión de quién gobernará o qué políticas se adoptarán debe cubrir las necesidades y deseos de la mayoría; respetando siempre los derechos y libertades de las minorías.
Es un acto de responsabilidad y consciencia. Es la expresión máxima de nuestra humanidad y ciudadanía, el puente entre el individuo y la comunidad, entre el presente y el porvenir. Es la acción que valida el tejido mismo de la democracia y reafirma su dignidad y lugar en la sociedad. Si nos abstenemos de votar, nos estamos privando a nosotros mismos y a nuestra comunidad de una voz en la conversación nacional.
Por eso vox populi, vox dei es un recordatorio constante de que en una democracia, el poder y la legitimidad emanan del consentimiento de los gobernados. Los líderes son temporales, las políticas cambian, pero la voz del pueblo, expresada a través del voto, debe siempre ser el principio rector que moldea la acción del Estado.
La relevancia de este aforismo latino no es sólo retórica, tiene implicaciones prácticas profundas. En un mundo ideal, los gobernantes elegidos serían los verdaderos reflejos de las aspiraciones y preocupaciones del pueblo. En este sentido, cada elección es un juicio sobre la capacidad del sistema para encarnar este ideal, y cada voto es un veredicto emitido por el pueblo.
Los resultados, entonces, deberían ser vistos no sólo como la culminación de una competencia política, sino como la expresión de una voluntad colectiva que busca orientar el destino del país. En estas elecciones, este principio se pone a prueba, y es responsabilidad de todos asegurarse de que siga resonando fuerte y claro, guiando a México hacia un futuro que todos sus ciudadanos desean, y sobre todo, merecen.
Profesor de Derecho Civil y Derecho Familiar de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México