La situación era de por sí ya compleja: viernes, cinco de la tarde con veinte minutos y el Mercado de Buena Vista ya había cerrado. Así que decidí seguir hacia Avenida Universidad en busca de algún restaurancito o cocina económica para meterle algo a la panza.
Tomé en cuenta llegar más arriba hacia el café del gringo, pero francamente quería una comida con sopita aguada y algún guisado, además que el hambre me impedía seguir pensando, así que en cuanto iba llegando a la altura del BBVA leí un par de carteles que anunciaban pozole, comida corrida, tortillas hechas a mano y dije, de aquí soy.
Di la vuelta en el auto y me estacioné justo frente a su banqueta. Iba esperanzado, hasta ilusionado y aliviado de encontrar el lugar perfecto… pero todo se derrumbó.
Desde que puse un pie dentro del local de Antojitos Mary, la veintiúnica mesera que había, esquivó mi cara y se volteó hacia la cocina; mal presagio. Tuve que caminar hasta donde estaba para preguntarle si el negocio seguía en servicio y después de un par de monosílabos tome la determinación de aguantarme por güey, por salir tan tarde a comer y por andar probando suerte en cualquier lado.
Lo que siguió fue todo tragedia. Me trajeron dos cuartitos de limón para el caldo de verduras y la respuesta cuando solicité un poco más, fue de inmediato un "permítame por favor" que duró hasta que tres o cuatro tortillas se terminaron de calentar en el comal, fueron puestas en un tortillero y llevadas a una mesa vecina. Cuando llegó el limón, una mitad más, la sopa se había terminado; como había pedido una milanesa, los atesoré entre mis manos.
La carne estaba buena, pero se veía casi abandonada en el plato que en el otro extremo tenía un poquillo de lechuga, una rebanada de jitomate y dos tiritas de aguacate que me hizo pensar que, si barato como está en esta temporada viene en una porción miserable, qué será cuando realmente se paga lo que cuesta.
El servilletero tenía dos toallas; los salseros eran pequeñitos y tenían una micro dósis de salsa cada uno, que daba para cuatro cucharaditas así de esas más chicas que las cucharas cafeteras. Volteé a la mesa vacía de al lado, para ver si me cambiaba de lugar, pero los suministros eran idénticos. Chale, pensé.
Durante la comida nunca más nadie se volvió a acercar, sino hasta que pedí la cuenta, pagué y me fui de ahí tan gris como me hicieron sentir.
En el transcurso pensé que por tratarse de una de las zonas más comerciales por su transitar de estudiantes, empleados universitarios, del instituto de salud y los múltiples negocios que concentra la Avenida Universidad, este tipo de negocios sobreviven porque la demanda es alta, seguramente al tope en las temporadas previas al Covid. Y se aprovechan o se conforman en el mejor de los casos, a ofrecer una "comida cualquiera".
Me van a decir que uno paga lo que quiere y si, pero tenga el costo que tenga, quien tiene un negocio que ofrece un producto y al mismo tiempo un servicio, por inteligencia, para vender más, o por decencia, debería dar un poquito más de sí.
Y bueno, pensé mucho antes de escribir estas líneas. Mi interés no es perjudicar a nadie… en fin, no vuelvo a ir.