La velocidad y efectividad con que las redes sociales magnifican las polémicas, y la amplia difusión que han tenido las corrientes de opinión promotoras de “estilos de vida saludables”, han sido vectores para que el movimiento antivacunas que apareció desde el siglo XIX en Estados Unidos y la Gran Bretaña adquiera una fuerza internacional que encontró argumentos pseudocientíficos en un artículo de Andrew Wakefield que sería después profusamente desmentido al fundarse en manipulación de datos que sustentaban argumentos falaces asociando las vacunas con el autismo.
Pese a los muy difundidos desmentidos, el daño a la inmunización universal ha sido mayúsculo, al grado que incluso en México, país donde la vacunación había tenido avances muy importantes, en los últimos años el índice de inmunización ha caído en ocho por ciento representando ya un riesgo para la salud pública. Porque en términos elementales, si bien el cuidado de la salud es un derecho en la esfera individual, la inmunización contra enfermedades infecciosas y el cuidado de no ser foco de contagio, se convierte en una responsabilidad social fundamental. Es decir, probablemente alguien esté en su derecho de incurrir en conductas de riesgo de contagiarse de, por decir algún padecimiento, gripe, pero parte de su responsabilidad social es evitar contagiar a los demás con sus cepas infecciosas.
La vacunación sobre todo de los niños es un asunto de responsabilidad social pues la garantía de permanencia, desarrollo, perpetuación de cualquier sociedad pasa por la protección de su infancia y eso debiera trascender cualquier derecho sentido por los padres de familia. La profusión absurda de que los estilos de vida saludables tienen el poder de inmunizar por sí mismos, el temor infundado sobre los riesgos de las vacunas de producir enfermedades, y todo el andamiaje de argumentos pseudocientíficos para inhibir “el negocio” de las vacunas, entrañan una enorme irresponsabilidad, una descomunal ignorancia, y un egoísmo mayúsculo por parte de algunos padres de familia que arriesgan a sus hijos, y a la comunidad en que habitan.
Otra andanada de argumentos contra la vacunación tiene que ver con las esferas de corrupción que gobiernos y empresas farmacéuticas han tejido en los esquemas de distribución de las sustancias inmunológicas y el resto de las medicinas. Y si bien es cierto que todos esos mecanismos deben modificarse y transparentarse, y que los responsables de los mismos debieran ser puestos a disposición de la justicia para sanciones ejemplares; no se trata de argumentos contra las vacunas en sí mismas. El que haya un mal servicio de distribución de alimentos no significa que los alimentos sean malos o que haya que dejar de consumirlos.
Las alternativas para frenar los efectos nocivos del movimiento antivacunas, que tiene bajo alerta sanitaria por sarampión a 9 países de América, y a toda Europa (en México hay alertas epidemiológicas para viajeros y se mantiene la vigilancia para la evolución de los casos de sarampión en el mundo), pasan por la vía autoritaria: obligar a vacunar a los niños, pese a las consideraciones en contra de los padres (que parece la más sencilla pero es también la de mayor riesgo para la libertad y la democracia); o por la vía democrática: fomentar la información, el conocimiento, la participación de la gente en las campañas de vacunación, con la difusión real en términos de marketing y de educación, sobre los efectos de las vacunas, sus aspectos positivos, las asociaciones que la práctica de inmunización tiene con la vida saludable, y la responsabilidad social de los padres con sus comunidades. La urgencia de atender el rechazo creciente a las vacunas es cuestión de vida o muerte.