Alicia en el País de las Maravillas fue escrita con la intención de distraer durante un viaje en barco a tres hijas de un amigo del autor, pero no forzosamente se resume en eso.
En realidad, el relato plasma la ruptura de lo cotidiano a partir de juegos de palabras y situaciones que se alejan cada vez más de la lógica convencional. Es una serie de aventuras fantásticas que rayan en el sinsentido con un propósito que va más allá de divertir: es probar hasta qué punto las reglas pueden estirarse hasta romperse. Y una vez rotas, proseguir con otra disrupción.
Desde el inicio de la novela se observa que el viaje en realidad no tiene un propósito en concreto más que probar la falta de sentido de los problemas que se presentan. La aventura no tiene un final en sí porque el mismo transcurso, todo lo que tiene que pasar Alicia, es el destino. La travesía es el verdadero protagonista porque le enseña a Alicia cómo sobrevivir dentro del País de las Maravillas. Esto es, olvidar lo que conoce y aceptar la realidad.
Trata de encajar y de asimilar todo, pero resistiéndose. Cada momento de crisis delata el desconcierto de Alicia. Sigue aprensiva a las reglas de su mundo y es incapaz de adaptarse a las situaciones disparatadas. Incluso el sinsentido obedece un orden, y en este caso lo que obstruye el flujo de los acontecimientos es Alicia. Nada es extraño para los demás, nada desentona en el mundo de la incoherencia más que ella.
Algo parecido ocurre con el anterior candidato a la presidencia del 2018, Ricardo Anaya, al declinar la invitación de su partido para ser diputado plurinominal y decidir embarcarse en un recorrido por toda la república, en una suerte de viaje para conocer los problemas de los municipios. No se trata de dilucidar sobre el trasfondo de sus intenciones, si hay un velo oculto o es mera propaganda, sino aquello que desprenden sus acciones. Lo que él quiere transmitir no es necesariamente lo que entendemos.
De hecho, podemos observar cierto paralelismo del político con la novela de Lewis Carroll. La diferencia, por supuesto, es que Anaya tiene un objetivo claro con el viaje: tratar de conocer las vicisitudes que aquejan a los mexicanos de todo el país. El meollo del asunto es que, a pesar de lograr convivir directamente con las personas y los problemas, su postura resulta similar al de Alicia. Desconoce el funcionamiento y la lógica de un mundo ajeno a él. Está ahí, pero la extrañeza de las necesidades de las familias lo desarman. No pertenece a ese mundo.
Ambas partes se desconocen mutuamente. En eso radica el encanto y la contradicción de su viaje: será lo suficientemente largo para conocerlos, pero no tanto para asimilarlos. También puede decirse que el tono cómico señalado en redes sociales recae en aceptar que desentona por completo en escenas cotidianas de precariedad, y aun así darle el papel de espectador que observa una vida diferente a la suya y que probablemente nunca entienda.
La brecha de la desigualdad es tan grande que su misma aparición resulta abrumadora. Su mundo no es el de escasas oportunidades. No vivirá el temor de ser asaltado en el transporte público y tampoco sabrá de la desesperación por el recorte laboral. Su presencia es la del extranjero que está de paso porque la salida por la madriguera del conejo llegará, pero la vida de la mayoría de las personas en el despiadado país de las maravillas será para siempre.