Mis palabras insisten en que no hay que dejar de escribir lo que no deja de indignarnos. Insisten en hacerme arrastrar los dedos para que a través de su fuerza se escuchen las voces dolorosas que las preceden; en no dejarme olvidar que el sufrimiento de los demás es también el sufrimiento personal. Por eso continúo insistiendo, a través de mis palabras, que no hay que ignorar las voces que ahora, y desde antes, sufren ante el hambre y la pobreza; que no hay que aparentar atenderlas durante un paso efímero para después volver a la indiferencia.
Parecería que por estos días se ha comenzado a tomar en cuenta que existen voces andando por las calles con los estómagos vacíos; que sus gritos se han vuelto de pronto tan altos que se les ha grabado, fotografiado, entrevistado, difundido, compartido y noticiado con ánimos de extenderles una mano, o al menos, de comenzar a despertar a la conciencia para que deje de pasarse de largo su existencia. Podría pensarse que, de alguna manera, esta temporada ha ayudado a hacer visible que cientos de personas buscan alimentos sin descanso día a día para lograr sobrellevar la hambruna despiadada; que la conciencia ha comenzado a despertar el ímpetu de ayuda.
Me gustaría confiar en que todas esas muestras preocupadas representan justamente el suscitar de nuestras mentes hacia una historia solidaria, creer que hay un compromiso de socorro de por medio en cada imagen publicada. Alejar la idea de que es tan solo un impulso momentáneo de atención que tras ver pasar los días volverá a su estado de abandono y apatía.
Por eso creo necesario no bajar la guardia ante la preocupación creciente. No dejar de insistir y recordar que en México hay 27 millones de personas con pobreza alimentaria y en Morelos 147 mil en la misma situación (CONEVAL, 2018); que éstas no han comenzado a existir a partir de una pandemia sino brotado a través de años de abulia y desamparo. Es preciso no regresar al olvido de que hay voces que requieren más que marcos de revista; a la memoria corta que abandona velozmente los estragos de la ruina.
Comenzar a contribuir a su apoyo desde el rincón de nuestros barrios; repensar la relación que mantenemos en el encuentro de alguien que necesita nuestra ayuda, reinventar la prácticas que hemos formado de consumo, preferir al comerciante antes que a la empresa de filiación trasnacional, proteger las tiendas, el tianguis, los bazares y al mercado público. Llenarnos de hambre de ayuda solidaria y compromiso para rellenar esos estómagos que hasta ahora solo han estado llenos de hambre. Encontrar un destello de esperanza entre los escombros del desastre que nos lleve a reconocer el sufrimiento de los que claman nuestra ayuda como sufrimiento personal, como sufrimiento que nos deja llenos de hambre de igualdad.