/ miércoles 3 de junio de 2020

Ozymandias, o el olvido de la historia

Walter Benjamin supo encapsular la esencia del siglo XX en la interpretación de un cuadro de Klee.

En ella, se retrata un ángel dispuesto a alejarse de algo que lo tiene pasmado. Es el ángel de la historia. Y su mirada sólo está fija en el pasado y ahí donde nosotros observamos eventos sucesivos y conexos, él ve un único desastre que amontona más calamidades a su alrededor. El ángel desearía detenerse y brindar su ayuda, pero en la lejanía un fuerte huracán parece tensar sus alas, e incapaz de regresar, la brisa lo arrastra inclementemente adelante, hacia el futuro. El huracán que inmoviliza al ángel es lo que nosotros llamamos progreso.

Pocos son los críticos que señalan que el desarrollo irreflexivo que nos permite avanzar también es el que, irónicamente, evoca nuevas e imprevistas problemáticas que apenas se solucionan sobre la marcha. La voluntad del progreso sigue en boga sin importar los deslices o subterfugios, incluso cuando se trata de anteponer el bienestar social sobre un avance económico, político o tecnológico: presenciamos una economía mundial que prometía crecimiento, contraerse frente cada crisis y sumergir en una única caída a sus protagonistas; observamos cómo las democracias fuertes que pregonaban libertad e igualdad se tornan demagogas y autoritarias, por no mencionar burlescas; el grandilocuente desarrollo de tecnologías en pro de la humanidad tiene más intereses financieros y suele depredar más los ecosistemas.

Benjamin escribió sobre el Angelus Novus entre 1939 y 1940 y ya reconocía que dentro del progreso yacía el origen de su propia destrucción. Suele tacharse de retrógradas a los que se oponen a los cambios sin ofrecer soluciones más que la rememoración de un pasado sin oportunidades viables ni un atisbo de mejora. Y hay que entender: la elección que no es precedida por la reflexión suele ser contraproducente a largo plazo de sus efectos. El inadecuado uso de una idea, o su falta de reflexión, puede resultar antagónica a su función misma. El cambio que no reconoce la evolución no es en sí, un cambio en verdad. Y aunque toda evolución es un cambio, no todo cambio significa evolución.

El huracán del progreso sigue vigente en el siglo XXI. Pero sus efectos han sabido refinarse.

Hay un poema de Shelley llamado Ozymandias, en el cual un viajero relata que en la lejanía del desierto encontró las ruinas de una escultura gigante. Una enorme cabeza tallada con rostro imponente yacía semihundida y un par de piernas resquebrajadas carcomidas por el sol. En el pedestal se leía el nombre del gran emperador, un rey de reyes que ansiaba advertir su orgulloso poderío. Y sin embargo, nada quedaba a su alrededor más que decadencia. Su poder y orgullo fueron su destrucción.

Hoy más que nunca vivimos una realidad que no sólo no recuerda los acontecimientos pasados, sino que insiste olvidar y ceder a un presente que nunca tendrá fundamento. Ya no hay acontecimientos que sepan reunir a las personas o eventos que enaltezcan la solidaridad. Ya no hay grandes causas. Y de tomar escena, la misma efervescencia que cohesiona con rapidez su multitud es la que ocasiona su fácil dispersión. La comodidad ha dado paso a la indiferencia y en tal postura hemos aprendido a quitar la vista de lo que resulta contrario a nuestros intereses. La memoria de la colectividad es ahora de corta duración. Ya no hay un sentido definido sobre el pasado y el futuro cada vez más revela los signos de la inequívoca pérdida de narratividad: hemos olvidado la historia.

Y si el progreso arremetía con destruirnos, ahora, en el proceso, promete olvidarnos.

Walter Benjamin supo encapsular la esencia del siglo XX en la interpretación de un cuadro de Klee.

En ella, se retrata un ángel dispuesto a alejarse de algo que lo tiene pasmado. Es el ángel de la historia. Y su mirada sólo está fija en el pasado y ahí donde nosotros observamos eventos sucesivos y conexos, él ve un único desastre que amontona más calamidades a su alrededor. El ángel desearía detenerse y brindar su ayuda, pero en la lejanía un fuerte huracán parece tensar sus alas, e incapaz de regresar, la brisa lo arrastra inclementemente adelante, hacia el futuro. El huracán que inmoviliza al ángel es lo que nosotros llamamos progreso.

Pocos son los críticos que señalan que el desarrollo irreflexivo que nos permite avanzar también es el que, irónicamente, evoca nuevas e imprevistas problemáticas que apenas se solucionan sobre la marcha. La voluntad del progreso sigue en boga sin importar los deslices o subterfugios, incluso cuando se trata de anteponer el bienestar social sobre un avance económico, político o tecnológico: presenciamos una economía mundial que prometía crecimiento, contraerse frente cada crisis y sumergir en una única caída a sus protagonistas; observamos cómo las democracias fuertes que pregonaban libertad e igualdad se tornan demagogas y autoritarias, por no mencionar burlescas; el grandilocuente desarrollo de tecnologías en pro de la humanidad tiene más intereses financieros y suele depredar más los ecosistemas.

Benjamin escribió sobre el Angelus Novus entre 1939 y 1940 y ya reconocía que dentro del progreso yacía el origen de su propia destrucción. Suele tacharse de retrógradas a los que se oponen a los cambios sin ofrecer soluciones más que la rememoración de un pasado sin oportunidades viables ni un atisbo de mejora. Y hay que entender: la elección que no es precedida por la reflexión suele ser contraproducente a largo plazo de sus efectos. El inadecuado uso de una idea, o su falta de reflexión, puede resultar antagónica a su función misma. El cambio que no reconoce la evolución no es en sí, un cambio en verdad. Y aunque toda evolución es un cambio, no todo cambio significa evolución.

El huracán del progreso sigue vigente en el siglo XXI. Pero sus efectos han sabido refinarse.

Hay un poema de Shelley llamado Ozymandias, en el cual un viajero relata que en la lejanía del desierto encontró las ruinas de una escultura gigante. Una enorme cabeza tallada con rostro imponente yacía semihundida y un par de piernas resquebrajadas carcomidas por el sol. En el pedestal se leía el nombre del gran emperador, un rey de reyes que ansiaba advertir su orgulloso poderío. Y sin embargo, nada quedaba a su alrededor más que decadencia. Su poder y orgullo fueron su destrucción.

Hoy más que nunca vivimos una realidad que no sólo no recuerda los acontecimientos pasados, sino que insiste olvidar y ceder a un presente que nunca tendrá fundamento. Ya no hay acontecimientos que sepan reunir a las personas o eventos que enaltezcan la solidaridad. Ya no hay grandes causas. Y de tomar escena, la misma efervescencia que cohesiona con rapidez su multitud es la que ocasiona su fácil dispersión. La comodidad ha dado paso a la indiferencia y en tal postura hemos aprendido a quitar la vista de lo que resulta contrario a nuestros intereses. La memoria de la colectividad es ahora de corta duración. Ya no hay un sentido definido sobre el pasado y el futuro cada vez más revela los signos de la inequívoca pérdida de narratividad: hemos olvidado la historia.

Y si el progreso arremetía con destruirnos, ahora, en el proceso, promete olvidarnos.

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