/ lunes 21 de septiembre de 2020

Una esquina junto al mar: un recuerdo nostálgico

Las vueltas que da la vida

¡Entonces qué!, aquella tarde hace ya tantos años, tú me dijiste con la vista fija en una plaza frente el mar del Golfo de México, que de alguna manera aunque la vida nos llevara por caminos distantes y distintos siempre estaríamos cerca el uno del otro.

Al decirlo, volteaste y me miraste con ese brillo infinito en tus ojos negros como capulines o como de obsidiana y tú morena sonrisa de niño, abierta de par en par. Yo, sentada a tu lado, con los pies bailando sobre la espuma que arrojaba el mar contra las rocas donde estábamos, supe que tus palabras eran ciertas, aunque en ese momento un dejo de tristeza empañó por un instante la felicidad de ese momento, mucho tiempo después lo recordaría como un presagio en ese entonces no supe ver.

Ahora que sólo eres un punto y una coma en la conversación de los demás, sé que al escribirte desde la lejana distancia del horizonte tocando el mar que siempre te rodeó, de manera intangible sigues cerca de mí.

Me lo dice el recuerdo de tus pantalones de pana beige cortados con navaja a la altura de mis rodillas para cubrir mis quemaduras del sol. Nunca, te lo juro, he tenido mejores bermudas. Me lo dice también, la presencia viva de la obra 100 Años de Soledad, que tú me empinaste para siempre obligándome a leerla en sólo tres días, cuando recién acababa de salir a la venta la primera edición y aún no era la sensación del momento, aunque para ti, sí lo era.

He conocido muy pocas personas que hayan buscado menos la muerte que tú. Tú, quien amaba y seguramente sigues amando a la distancia todo lo que era vida. Sin embargo, esa presencia implacable, marchando como sombra avanzaba a nuestro lado y aunque nosotros felices, sin saberlo en ese momento, jamás lo imaginamos, te encontró a la vuelta de la esquina, curiosamente cerca del mar que tanto significó para ti y lo que es la vida, cuando estábamos a punto de volvernos a encontrar muchos años después ya libres ambos para vivir nuestro momento, después, la muerte te encontró a ti sin ni siquiera buscarla tú.

De tu ausencia, lamento tantas cosas, pero sobre todo el aún no poderla asimilar. Todo tú eras vida, te atraía tanto la música andina, el ver tu casa llena de amigos, todos cultos como tú entre el dulce sonido de la lengua zapoteca tu lengua materna y del francés que dominabas a la perfección y que aprendiste en aquel país al realizar allá tus estudios universitarios; la imagen que teníamos tu hermana y yo cuando pasábamos muy temprano por la mañana cerca de ti dormido tirado en el suelo junto a tus libros y tus discos para brindarnos a las dos que en ese entonces éramos dos escuinclas que recién habíamos salido de secundaria, tu recámara en la bella Xalapa, aunque también lo hacías con todos aquellos que gozaron del don inmenso de tu amistad que iba aparejado, siempre, a tu espléndida sonrisa.

En este momento, como en tantos más, contemplo con la vista puesta en algún punto del ayer, la hamaca en la terraza del tejabán en la playa desde donde tú escuchabas con profunda atención nuestras juveniles confidencias aunque en ocasiones no te aguantaras la risa ante nuestras juveniles chistosadas.

Hoy, tu memoria, más libre que la mía, seguro recorre a su antojo los bordes tejidos en oro y plata de esas breves y maravillosas tardes en el vacío que desde tu partida existe dentro de mí.

Cuando sentada contemplo al viento mecer las largas ramas de los preciosos helechos que cuelgan alrededor de mi terraza, te evoco en medio del graznido de urracas que, cómplices, me guiñan sus preciosos ojos igual de negros que los tuyos. Y es entonces, cuando con la palabra escrita arañando estas hojas de papel, tu imagen, aparece una y otra y otra vez.

Cómo olvidarte, querido amigo, tan lejos y a la vez tan cerca de mí, si en tan pocos días me diste tanto. Y hasta el próximo lunes queridos amigos.


lyagquintanilla@hotmail.com

¡Entonces qué!, aquella tarde hace ya tantos años, tú me dijiste con la vista fija en una plaza frente el mar del Golfo de México, que de alguna manera aunque la vida nos llevara por caminos distantes y distintos siempre estaríamos cerca el uno del otro.

Al decirlo, volteaste y me miraste con ese brillo infinito en tus ojos negros como capulines o como de obsidiana y tú morena sonrisa de niño, abierta de par en par. Yo, sentada a tu lado, con los pies bailando sobre la espuma que arrojaba el mar contra las rocas donde estábamos, supe que tus palabras eran ciertas, aunque en ese momento un dejo de tristeza empañó por un instante la felicidad de ese momento, mucho tiempo después lo recordaría como un presagio en ese entonces no supe ver.

Ahora que sólo eres un punto y una coma en la conversación de los demás, sé que al escribirte desde la lejana distancia del horizonte tocando el mar que siempre te rodeó, de manera intangible sigues cerca de mí.

Me lo dice el recuerdo de tus pantalones de pana beige cortados con navaja a la altura de mis rodillas para cubrir mis quemaduras del sol. Nunca, te lo juro, he tenido mejores bermudas. Me lo dice también, la presencia viva de la obra 100 Años de Soledad, que tú me empinaste para siempre obligándome a leerla en sólo tres días, cuando recién acababa de salir a la venta la primera edición y aún no era la sensación del momento, aunque para ti, sí lo era.

He conocido muy pocas personas que hayan buscado menos la muerte que tú. Tú, quien amaba y seguramente sigues amando a la distancia todo lo que era vida. Sin embargo, esa presencia implacable, marchando como sombra avanzaba a nuestro lado y aunque nosotros felices, sin saberlo en ese momento, jamás lo imaginamos, te encontró a la vuelta de la esquina, curiosamente cerca del mar que tanto significó para ti y lo que es la vida, cuando estábamos a punto de volvernos a encontrar muchos años después ya libres ambos para vivir nuestro momento, después, la muerte te encontró a ti sin ni siquiera buscarla tú.

De tu ausencia, lamento tantas cosas, pero sobre todo el aún no poderla asimilar. Todo tú eras vida, te atraía tanto la música andina, el ver tu casa llena de amigos, todos cultos como tú entre el dulce sonido de la lengua zapoteca tu lengua materna y del francés que dominabas a la perfección y que aprendiste en aquel país al realizar allá tus estudios universitarios; la imagen que teníamos tu hermana y yo cuando pasábamos muy temprano por la mañana cerca de ti dormido tirado en el suelo junto a tus libros y tus discos para brindarnos a las dos que en ese entonces éramos dos escuinclas que recién habíamos salido de secundaria, tu recámara en la bella Xalapa, aunque también lo hacías con todos aquellos que gozaron del don inmenso de tu amistad que iba aparejado, siempre, a tu espléndida sonrisa.

En este momento, como en tantos más, contemplo con la vista puesta en algún punto del ayer, la hamaca en la terraza del tejabán en la playa desde donde tú escuchabas con profunda atención nuestras juveniles confidencias aunque en ocasiones no te aguantaras la risa ante nuestras juveniles chistosadas.

Hoy, tu memoria, más libre que la mía, seguro recorre a su antojo los bordes tejidos en oro y plata de esas breves y maravillosas tardes en el vacío que desde tu partida existe dentro de mí.

Cuando sentada contemplo al viento mecer las largas ramas de los preciosos helechos que cuelgan alrededor de mi terraza, te evoco en medio del graznido de urracas que, cómplices, me guiñan sus preciosos ojos igual de negros que los tuyos. Y es entonces, cuando con la palabra escrita arañando estas hojas de papel, tu imagen, aparece una y otra y otra vez.

Cómo olvidarte, querido amigo, tan lejos y a la vez tan cerca de mí, si en tan pocos días me diste tanto. Y hasta el próximo lunes queridos amigos.


lyagquintanilla@hotmail.com

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