“Era un dolor que penetraba en los huesos, que me tiró en la cama. Hubo un día que dije hasta aquí llegué. Recé y dije señor, si es tu voluntad que me vaya, que sea tu voluntad. Me puse de rodillas y fue todo lo que hice”.
En mayo de 2020, Zenaida Salgado, una inmigrante morelense que llegó a Estados Unidos hace dos décadas, estuvo al borde de la muerte. El día segundo de ese mes recibió el diagnóstico: positivo a SARS-CoV-2, el temible virus que había aterrizado en el país anglosajón a principios de año. Zenaida, residente de Chicago, Illonis, tenía dos opciones: acudir al hospital para recibir atención médica, o quedarse en casa y esperar lo mejor. Al final, el temor a perder la vida lejos de su familia la llevó a tomar la segunda opción.
“Me aislé, seguí las reglas que decían”, recuerda.
Pero el miedo a morir distantes de casa no es la única razón que ha alejado a los migrantes de una atención médica adecuada. A veces, incluso sabiendo que lo mejor sería ir a un hospital público, deciden no hacerlo. De acuerdo con Juan Seiva García, presidente de la Federación de Clubes Morelenses (FCM), hay migrantes que no buscan atención médica por el temor de ver expuesto su estatus de indocumentados y ser deportados a México.
“Prefieren quedarse en casa y estar yendo a los lugares que los pueden atender cuando ya llevan una enfermedad avanzada. Pero mucha gente, cuando ya está muy grave, tampoco va a los hospitales”, señala Seiva, cuyo trabajo se centra en colaborar con las autoridades de ambos países para mejorar la calidad de vida de los morelenses que viven en Estados Unidos y en hacer posible el reencuentro de familias que llevan décadas separadas entre uno y otro país.
Entre la vida y la muerte, entre un país y otro
En julio pasado, el gobierno morelense recibió los restos de 16 connacionales fallecidos en Estados Unidos a causa del virus. Zenaida, de 46 de edad, da gracias a Dios porque ninguno regresó a Puente de Ixtla, su pueblo natal. Para quienes han vivido lo peor de esta enfermedad, la vida se convierte en un bien al que hay que valorar todos los días, y la familia en lo más importante.
“No fui al hospital, pero fue un desastre porque cuando mi mamá me llamaba yo no podía platicar con ella ni cinco segundos, porque me venía una tos que me ahogaba. Yo estaba acostumbrada a comunicarme con ella dos o tres veces a la semana, pero ahora no podía”, recuerda Zenaida.
Ella, entonces, tomó una nueva decisión: ocultar el estado de salud a su madre, que seguía escuchándola al otro lado del teléfono. Incluso superada la enfermedad, ha tenido que guardar otros secretos: no decirle a nadie que sigue sin oler bien, y que eventualmente sufre episodios de pérdida de memoria, característica recientemente incluida entre las secuelas de quienes superan el virus.
“Es la primera vez que hablo de eso”, admite.
Migrantes de este lado de la frontera
Aun lejos de su madre, Zenaida al menos puede contar que atravesó el umbral del Covid-19 en un hogar, algo que no es garantía para todos. Ante el cambio de administración en el gobierno de Estados Unidos, entre tres mil y cinco mil migrantes hondureños esperan cruzar Guatemala y México con la esperanza de un cambio en las políticas migratorias por parte del demócrata. Cada año, este fenómeno se repite con resultados más o menos similares: muchos no lograrán su objetivo y terminarán por asentarse en el país, enfrentándose a actos de discriminación y violaciones de derechos humanos. Pero, a diferencia de los años pasados, en esta temporada los migrantes sudamericanos se enfrentan no sólo al calvario social, sino también al riesgo de contagio que implica moverse en masa. Al 29 de noviembre del año pasado, el gobierno mexicano había aplicado la prueba de Covid-19 a más de tres mil migrantes, de los cuales 732 casos resultaron positivos. De acuerdo con cifras oficiales, el año pasado se registraron 40 decesos de migrantes a causa del virus, la mayoría de ellas en los estados de Baja California y Quintana Roo.
En su paso por México, los migrantes se ven forzados a trabajar en condiciones que violentan sus derechos humanos:
“Son forzados a trabajar en la industria, el campo o los servicios, a cambio de un pago muy bajo, llegando a sufrir daños físicos y emocionales, entre tipo de violaciones a sus derechos humanos, todo ello por parte de la sociedad, gobierno, sus propios compañeros y de los llamados ‘polleros”, rescatan Gabriela Fuentes y Luis Raúl Ortíz en el artículo “El migrante centroamericano de paso por México, una revisión a su condición social desde la perspectiva de los derechos humanos”, en 2012, de acuerdo con el informe de Jorge Bustamante, relator especial de la Organización de las Naciones Unidas.