/ sábado 13 de febrero de 2021

[Especial] Punto, raya, punto, punto...

Sobrevive el telégrafo en la nostalgia de adultos y los sueños de niños

Dicen que los extelegrafistas tienen un hábito con las cucharas: a la hora de sentarse a la mesa utilizan el metal no sólo para llevarse la comida a la boca, sino para seguir diciendo mensajes que, muchas veces, sólo ellos pueden comprender. ¿Qué será lo que se dirán a sí mismos? No faltará el día en que anhelarán retroceder el tiempo y regresar a las oficinas donde el clic del vibro, el desliz del rodillo y el golpe de las teclas en la máquina de escribir edificaron un sistema que siempre tuvo mucho sentido para ellos, hasta que dejó de ser necesario.

“Nos ganó la tecnología”, suelta Luz María Morales, quien trabajó 32 años de su vida como telegrafista, en un suspiro.

El cinco de noviembre de 1992, aquel ejército de mensajeros fue obligado a despedirse para siempre de la clave Morse. Muchos lloraron al enterarse de la noticia. “Adiós, mi querido Morse, adiós”, había sido el mensaje enviado por el telegrafista Romeo Jiménez Gómez desde la Central de Telégrafos de la Ciudad de México a Nopalucan, Puebla, durante el gobierno de Carlos Salinas de Gortari. Fue así como el país entero dejó de comunicarse con los músculos de personas como Luz María, que entonces quedaron de frente ante un futuro incierto.

“Fue muy triste, y solamente logré superarlo al aprender otro idioma y seguir trabajando, pero hasta la fecha se extraña esa comunicación tan directa”, dice Luz, de 63 años, maestra de inglés en la ciudad de Puebla.

Durante más de un siglo, desde que Samuel Morse y Alfred Vail crearan el telégrafo que funcionaba con su sistema de puntos y rayas en la década de 1830, millones de personas en todo el mundo confiaron sus secretos, sus pasiones y sucesos más importantes a los telegrafistas que, cual sacerdotes en un confesionario, lo escuchaban todo pacientemente. Pero aprender a convertir las palabras en rayas y puntos no era sencillo. Por lo general, los telegrafistas dedicaban dos años a dominar la clave.

“Me tenía que levantar temprano porque decían que el cerebro tenía que estar despejado. A mí me levantaban desde las siete de la mañana y estaba yo practicando hasta las siete de la noche, con un pequeño espacio para desayunar y comer, pero sin descansos en sábado o domingo”, recuerda Jesús Mejía, 55 años, originario de Pachuca y quien pasó casi dos décadas enviando y recibiendo mensajes en Morse.

No todos lo conseguían. De hecho, los mensajeros que lograban aprobar el examen para convertirse en morsistas eran minoría.

“Yo estimaría que apenas un veinte por ciento de las personas que ingresaban a estudiar el telégrafo eran los que podían llegar a ser morsistas”, estima Efraín Morales.

Efráin es ingeniero y ha ocupado el cargo de Director de Universidades Públicas en la Secretaría de Educación Pública de Puebla. Cuando tenía 14, Efraín ingresó a las filas de Telégrafos Nacionales porque pensó que era una buena opción para trabajar y seguir estudiando, y a los 15 ya estaba en su primera plaza.

“Ser telegrafista me ayudó por la posibilidad de trabajar por la noche. Mi sueño era estudiar ingeniería. Lo logré, pero no pude continuar en el telégrafo, así que solo estuve ahí quince años, los cuales me sirvieron como una plataforma para el futuro que buscaba”, recuerda Efraín.

Hoy en día

Luz, Jesús, Efraín y Rocío están de visita en Jantetelco, municipio morelense que alberga una nueva esperanza para la clave Morse. Han venido a visitar a Ángel Contreras, su viejo amigo, un extelegrafista que, a fuerza de insistencia, consiguió hace un par de años que el gobierno municipal autorizara abrir un taller de clave Morse en las escuelas de nivel básico. Rocío ya había estado aquí: hace dos años, María del Rocío Rodríguez, 63 de edad, vino a Jantetelco como invitada especial para el cierre de uno de los cursos impartidos por su amigo.

“En otros países el Morse se sigue usando, pero en México ya no. Nosotros lo seguimos recordando, reuniéndonos, con los compañeros para que no se muera el telégrafo, ni la clave Morse”, dice Rocío.

“Dicen que la clave Morse ya se murió, pero nosotros, los telegrafistas jubilados, somos los encargados de darle su auge, de que no se termine, que siga. Todavía se usa en los aeropuertos, en los barcos, en el Ejército”, agrega Ángel, 61 años, antes de proceder a una demostración de cómo se enviaba y recibía un telégrafo con ayuda de su vieja amiga. Entonces viajamos al pasado.

Me toca escribir el mensaje. Ángel no debe escucharlo ni leerlo, así que da unos pasos hacia atrás. Estamos en el auditorio de Jantetelco. Hay silencio. Rocío me entrega una hoja en la que debo escribir mi telegragama. Debo limitarme a diez palabras. Le escribo a Gude, nuestra fotógrafa, que espero siga sin enfermarse de Covid: “Estimada Gudelia, espero estés bien, sin Covid. Un abrazo”.

Le entrego el formato a Rocío. Es hora de que envíe el telegrama. Ángel regresa y se sienta al otro lado de la mesa, ante su vieja máquina de escribir. En este momento, ambos vuelven a ser telegrafistas. Son jóvenes y se ganan la vida escribiendo mensajes en un idioma que no todos conocen. La gente los respeta, los admira. Los niños quieren ser como ellos. No existe Whatsapp, ni el teléfono. Rocío, entonces, empieza a hacer sonar el vibro con puntos y rayas. Sus manos cobran vida, parece que se controlan solas. Ángel escribe lo que escucha. Al cabo de dos minutos, retira la hoja del rodillo y lee el telegrama. El mensaje ha llegado.

Dicen que los extelegrafistas tienen un hábito con las cucharas: a la hora de sentarse a la mesa utilizan el metal no sólo para llevarse la comida a la boca, sino para seguir diciendo mensajes que, muchas veces, sólo ellos pueden comprender. ¿Qué será lo que se dirán a sí mismos? No faltará el día en que anhelarán retroceder el tiempo y regresar a las oficinas donde el clic del vibro, el desliz del rodillo y el golpe de las teclas en la máquina de escribir edificaron un sistema que siempre tuvo mucho sentido para ellos, hasta que dejó de ser necesario.

“Nos ganó la tecnología”, suelta Luz María Morales, quien trabajó 32 años de su vida como telegrafista, en un suspiro.

El cinco de noviembre de 1992, aquel ejército de mensajeros fue obligado a despedirse para siempre de la clave Morse. Muchos lloraron al enterarse de la noticia. “Adiós, mi querido Morse, adiós”, había sido el mensaje enviado por el telegrafista Romeo Jiménez Gómez desde la Central de Telégrafos de la Ciudad de México a Nopalucan, Puebla, durante el gobierno de Carlos Salinas de Gortari. Fue así como el país entero dejó de comunicarse con los músculos de personas como Luz María, que entonces quedaron de frente ante un futuro incierto.

“Fue muy triste, y solamente logré superarlo al aprender otro idioma y seguir trabajando, pero hasta la fecha se extraña esa comunicación tan directa”, dice Luz, de 63 años, maestra de inglés en la ciudad de Puebla.

Durante más de un siglo, desde que Samuel Morse y Alfred Vail crearan el telégrafo que funcionaba con su sistema de puntos y rayas en la década de 1830, millones de personas en todo el mundo confiaron sus secretos, sus pasiones y sucesos más importantes a los telegrafistas que, cual sacerdotes en un confesionario, lo escuchaban todo pacientemente. Pero aprender a convertir las palabras en rayas y puntos no era sencillo. Por lo general, los telegrafistas dedicaban dos años a dominar la clave.

“Me tenía que levantar temprano porque decían que el cerebro tenía que estar despejado. A mí me levantaban desde las siete de la mañana y estaba yo practicando hasta las siete de la noche, con un pequeño espacio para desayunar y comer, pero sin descansos en sábado o domingo”, recuerda Jesús Mejía, 55 años, originario de Pachuca y quien pasó casi dos décadas enviando y recibiendo mensajes en Morse.

No todos lo conseguían. De hecho, los mensajeros que lograban aprobar el examen para convertirse en morsistas eran minoría.

“Yo estimaría que apenas un veinte por ciento de las personas que ingresaban a estudiar el telégrafo eran los que podían llegar a ser morsistas”, estima Efraín Morales.

Efráin es ingeniero y ha ocupado el cargo de Director de Universidades Públicas en la Secretaría de Educación Pública de Puebla. Cuando tenía 14, Efraín ingresó a las filas de Telégrafos Nacionales porque pensó que era una buena opción para trabajar y seguir estudiando, y a los 15 ya estaba en su primera plaza.

“Ser telegrafista me ayudó por la posibilidad de trabajar por la noche. Mi sueño era estudiar ingeniería. Lo logré, pero no pude continuar en el telégrafo, así que solo estuve ahí quince años, los cuales me sirvieron como una plataforma para el futuro que buscaba”, recuerda Efraín.

Hoy en día

Luz, Jesús, Efraín y Rocío están de visita en Jantetelco, municipio morelense que alberga una nueva esperanza para la clave Morse. Han venido a visitar a Ángel Contreras, su viejo amigo, un extelegrafista que, a fuerza de insistencia, consiguió hace un par de años que el gobierno municipal autorizara abrir un taller de clave Morse en las escuelas de nivel básico. Rocío ya había estado aquí: hace dos años, María del Rocío Rodríguez, 63 de edad, vino a Jantetelco como invitada especial para el cierre de uno de los cursos impartidos por su amigo.

“En otros países el Morse se sigue usando, pero en México ya no. Nosotros lo seguimos recordando, reuniéndonos, con los compañeros para que no se muera el telégrafo, ni la clave Morse”, dice Rocío.

“Dicen que la clave Morse ya se murió, pero nosotros, los telegrafistas jubilados, somos los encargados de darle su auge, de que no se termine, que siga. Todavía se usa en los aeropuertos, en los barcos, en el Ejército”, agrega Ángel, 61 años, antes de proceder a una demostración de cómo se enviaba y recibía un telégrafo con ayuda de su vieja amiga. Entonces viajamos al pasado.

Me toca escribir el mensaje. Ángel no debe escucharlo ni leerlo, así que da unos pasos hacia atrás. Estamos en el auditorio de Jantetelco. Hay silencio. Rocío me entrega una hoja en la que debo escribir mi telegragama. Debo limitarme a diez palabras. Le escribo a Gude, nuestra fotógrafa, que espero siga sin enfermarse de Covid: “Estimada Gudelia, espero estés bien, sin Covid. Un abrazo”.

Le entrego el formato a Rocío. Es hora de que envíe el telegrama. Ángel regresa y se sienta al otro lado de la mesa, ante su vieja máquina de escribir. En este momento, ambos vuelven a ser telegrafistas. Son jóvenes y se ganan la vida escribiendo mensajes en un idioma que no todos conocen. La gente los respeta, los admira. Los niños quieren ser como ellos. No existe Whatsapp, ni el teléfono. Rocío, entonces, empieza a hacer sonar el vibro con puntos y rayas. Sus manos cobran vida, parece que se controlan solas. Ángel escribe lo que escucha. Al cabo de dos minutos, retira la hoja del rodillo y lee el telegrama. El mensaje ha llegado.

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