/ martes 8 de diciembre de 2020

Valle Mágico, un paraíso escondido entre paisajes naturales

Este restaurante cerró por siete meses debido a la pandemia; hoy confía en su crecimiento gracias a la tierra, el cultivo y la comida

Entre los límites de Tlalnepantla, Totolapan y Tlayacapan, el restaurante “Valle Mágico” ofrece lo que promete su nombre: una serie de paisajes que son un abrazo de la naturaleza, un refrescante llamado a reconocer el valor de lo esencial: la tierra, el cultivo de los alimentos que nos llevaremos a la boca, la presencia prodigiosa de animales que viven donde deben, y donde el hombre será siempre un invitado.

La historia de “Valle Mágico” se remonta a hace tres años, cuando Rufina Teófilo Reyes y Darío Aguilar Contreras decidieron abrir un espacio para comer en un sitio donde nadie esperaría (pero todos desearían) encontrarlo. El restaurante se encuentra en la avenida Morelos, un camino que conecta al pueblo de San Sebastián con la carretera Xochimilco-Oaxtepec. A estas alturas de Morelos, donde el clima es templado, hay más plantas que personas. Dadas las condiciones climáticas del lugar, la zona es abundante en cultivos donde se cosecha nopal, principalmente, pero también aguacate, limón, ciruela y otros frutos. Para Rufina y Darío, estas cosechas son la principal fuente de insumos del restaurante campestre.

“La finalidad de abrir este espacio fue la de contar con un lugar para comer que estuviera en contacto con la naturaleza, eso es muy importante. Es hermoso estar debajo de un árbol, en un paisaje bonito, porque tenemos lugares muy hermosos, como el cerro, los pinos. Quien guste venir puede caminar a la sombra de los pinos, sentir el aire, el movimiento de las ramas...”, agrega Rufina.

Su especialidad es la comida mexicana, todo está hecho a mano y con amor.

La pandemia

“Valle Mágico” inició como una cocinita rústica, sin siquiera una barda perimetral. A través de los años, el espacio se ha convertido en un restaurante campestre que cuenta con instalaciones adecuadas para los visitantes, principalmente trabajadores de la zona, pero también algunos visitantes que llegan a Morelos desde Xochimilco. Todo iba bien, hasta que llegó marzo de 2020, fecha en la que la pandemia del Covid-19 llevó a Rufina y Darío a cerrar las puertas del lugar durante siete meses.

“Por la pandemia, la gente no quiere salir de su casa, y está en su derecho, porque lo que tenemos que hacer es cuidarnos, entonces sí hay poco movimiento. Sin embargo, este es un lugar seguro, porque no hay aglomeraciones, y aquí no van a encontrar Covid-19. Es el campo”, afirma Rufina.

Desde octubre pasado, cuando las puertas del restaurante volvieron a abrirse, el restaurante está en servicio solamente los fines de semana, pero el personal confía en que durante los próximos meses, si la pandemia lo permite, sea posible extender el servicio entre semana. Los atributos del espacio, alejado de la ciudad, plantean un futuro alentador. Dentro, las mesas están situadas a una distancia adecuada una de la otra, en tanto que el uso de cubreboca es esencial incluso en la cocina.

“Hemos ido poco a poco, invirtiendo conforme vamos consiguiendo dinerito de nuestros otros trabajos, y ahí vamos; por como está la situación, es mejor seguir despacio”, agrega Rufina.

El personal es limitado, apenas de cuatro personas, entre familiares y amigos. Durante los meses que el restaurante estuvo cerrado, los trabajadores se avocaron a otras actividades, principalmente relacionadas con el campo, para seguir sosteniendo a sus familias. Pero ahora están de vuelta.

La mayoría de los ingredientes de los alimentos provienen de los cultivos que tienen en el lugar.

Un paseo

Después de probar los molotes de champiñón y pollo que el personal de la cocina prepara con leña y tortillas a mano, Darío se ofrece a ofrecernos un recorrido cerro arriba para conocer los cultivos y los estanques donde se crían las mojarras, que son la especialidad de la casa. No es una invitación ocasional. En realidad, Darío invita a todos sus visitantes a subir el cerro, lo que a veces puede convertirse en todo un reto. En todo caso, vale la pena.

Caminamos con Gude, la fotógrafa del periódico, con sus hijas y las parejas de sus hijas. Con su nieto Dylan y el pequeño Thanos, la mascota de la familia. Mientras avanzamos, Darío nos habla del trabajo que realizan todos los días en los cultivos, usando abono natural por el bien de las plantas y para un mejor consumo a la hora de llevar los alimentos a la mesa.

“Traemos cáscaras secas y las dejamos en la base de los árboles, usándolas como abono, de manera que nada se desperdicia”, explica.

Darío cree que todo este lugar posee una fuerza que escapa a la comprensión humana, pero que lo domina todo.

“Cuando los zopilotes vuelvan bajo, hacen un ruido que es muy agradable de escuchar, es como un silbido”, dice, por ejemplo. Y cuenta también que, por las tardes, sentarse a observar el atardecer es una de las experiencias más gratificantes que le han tocado vivir.

Hay tres casas en el territorio, pero ninguna de ellas perjudica la labor del campo ni ha impactado, hasta ahora, en la vida de las especies. Darío cree que las condiciones del cerro podrían ser ideales para explotarlo con un proyecto turístico de alto impacto, pero teme que el interés económico pueda perjudicar el hábitat y sea un atentado con la naturaleza. En lugar de eso, la mancha humana se limita a la edificación de las pocas casas de visita y, cuesta abajo, el restaurante.

Cruzamos un estanque de mojarras, donde Darío y Dylan alimentaron a los peces. Cruzamos después las huertas de aguacate, donde nos encontramos con dos ciruelos de los que todavía se pudieron rescatar algunos frutos: como hacen falta personas que se las coman, las ciruelas suelen madurarse y secarse en el árbol. Y al llegar al segundo estanque, el tiempo nos obligó a descender en un camino en el que aparecen bambúes, eucaliptos, anís, flores y lavanda silvestre. Colores.

Entre los límites de Tlalnepantla, Totolapan y Tlayacapan, el restaurante “Valle Mágico” ofrece lo que promete su nombre: una serie de paisajes que son un abrazo de la naturaleza, un refrescante llamado a reconocer el valor de lo esencial: la tierra, el cultivo de los alimentos que nos llevaremos a la boca, la presencia prodigiosa de animales que viven donde deben, y donde el hombre será siempre un invitado.

La historia de “Valle Mágico” se remonta a hace tres años, cuando Rufina Teófilo Reyes y Darío Aguilar Contreras decidieron abrir un espacio para comer en un sitio donde nadie esperaría (pero todos desearían) encontrarlo. El restaurante se encuentra en la avenida Morelos, un camino que conecta al pueblo de San Sebastián con la carretera Xochimilco-Oaxtepec. A estas alturas de Morelos, donde el clima es templado, hay más plantas que personas. Dadas las condiciones climáticas del lugar, la zona es abundante en cultivos donde se cosecha nopal, principalmente, pero también aguacate, limón, ciruela y otros frutos. Para Rufina y Darío, estas cosechas son la principal fuente de insumos del restaurante campestre.

“La finalidad de abrir este espacio fue la de contar con un lugar para comer que estuviera en contacto con la naturaleza, eso es muy importante. Es hermoso estar debajo de un árbol, en un paisaje bonito, porque tenemos lugares muy hermosos, como el cerro, los pinos. Quien guste venir puede caminar a la sombra de los pinos, sentir el aire, el movimiento de las ramas...”, agrega Rufina.

Su especialidad es la comida mexicana, todo está hecho a mano y con amor.

La pandemia

“Valle Mágico” inició como una cocinita rústica, sin siquiera una barda perimetral. A través de los años, el espacio se ha convertido en un restaurante campestre que cuenta con instalaciones adecuadas para los visitantes, principalmente trabajadores de la zona, pero también algunos visitantes que llegan a Morelos desde Xochimilco. Todo iba bien, hasta que llegó marzo de 2020, fecha en la que la pandemia del Covid-19 llevó a Rufina y Darío a cerrar las puertas del lugar durante siete meses.

“Por la pandemia, la gente no quiere salir de su casa, y está en su derecho, porque lo que tenemos que hacer es cuidarnos, entonces sí hay poco movimiento. Sin embargo, este es un lugar seguro, porque no hay aglomeraciones, y aquí no van a encontrar Covid-19. Es el campo”, afirma Rufina.

Desde octubre pasado, cuando las puertas del restaurante volvieron a abrirse, el restaurante está en servicio solamente los fines de semana, pero el personal confía en que durante los próximos meses, si la pandemia lo permite, sea posible extender el servicio entre semana. Los atributos del espacio, alejado de la ciudad, plantean un futuro alentador. Dentro, las mesas están situadas a una distancia adecuada una de la otra, en tanto que el uso de cubreboca es esencial incluso en la cocina.

“Hemos ido poco a poco, invirtiendo conforme vamos consiguiendo dinerito de nuestros otros trabajos, y ahí vamos; por como está la situación, es mejor seguir despacio”, agrega Rufina.

El personal es limitado, apenas de cuatro personas, entre familiares y amigos. Durante los meses que el restaurante estuvo cerrado, los trabajadores se avocaron a otras actividades, principalmente relacionadas con el campo, para seguir sosteniendo a sus familias. Pero ahora están de vuelta.

La mayoría de los ingredientes de los alimentos provienen de los cultivos que tienen en el lugar.

Un paseo

Después de probar los molotes de champiñón y pollo que el personal de la cocina prepara con leña y tortillas a mano, Darío se ofrece a ofrecernos un recorrido cerro arriba para conocer los cultivos y los estanques donde se crían las mojarras, que son la especialidad de la casa. No es una invitación ocasional. En realidad, Darío invita a todos sus visitantes a subir el cerro, lo que a veces puede convertirse en todo un reto. En todo caso, vale la pena.

Caminamos con Gude, la fotógrafa del periódico, con sus hijas y las parejas de sus hijas. Con su nieto Dylan y el pequeño Thanos, la mascota de la familia. Mientras avanzamos, Darío nos habla del trabajo que realizan todos los días en los cultivos, usando abono natural por el bien de las plantas y para un mejor consumo a la hora de llevar los alimentos a la mesa.

“Traemos cáscaras secas y las dejamos en la base de los árboles, usándolas como abono, de manera que nada se desperdicia”, explica.

Darío cree que todo este lugar posee una fuerza que escapa a la comprensión humana, pero que lo domina todo.

“Cuando los zopilotes vuelvan bajo, hacen un ruido que es muy agradable de escuchar, es como un silbido”, dice, por ejemplo. Y cuenta también que, por las tardes, sentarse a observar el atardecer es una de las experiencias más gratificantes que le han tocado vivir.

Hay tres casas en el territorio, pero ninguna de ellas perjudica la labor del campo ni ha impactado, hasta ahora, en la vida de las especies. Darío cree que las condiciones del cerro podrían ser ideales para explotarlo con un proyecto turístico de alto impacto, pero teme que el interés económico pueda perjudicar el hábitat y sea un atentado con la naturaleza. En lugar de eso, la mancha humana se limita a la edificación de las pocas casas de visita y, cuesta abajo, el restaurante.

Cruzamos un estanque de mojarras, donde Darío y Dylan alimentaron a los peces. Cruzamos después las huertas de aguacate, donde nos encontramos con dos ciruelos de los que todavía se pudieron rescatar algunos frutos: como hacen falta personas que se las coman, las ciruelas suelen madurarse y secarse en el árbol. Y al llegar al segundo estanque, el tiempo nos obligó a descender en un camino en el que aparecen bambúes, eucaliptos, anís, flores y lavanda silvestre. Colores.

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