/ jueves 29 de octubre de 2020

Morir en nuestros días

En algún pasado nuestro, la retórica con que enunciábamos la muerte era una retórica trascendente. Era sabido que pensar la muerte era también pensar la vida y que su oposición no es un abismo que hace que una carezca de la otra. La vida era una prolongación de la muerte y la muerte de la vida en una continuidad del orden cósmico.

“La muerte no era el final natural de la vida, sino la fase de un ciclo infinito”, y morir no era un acto individual, sino colectivo. Morir, era una experiencia que daba vida comunitaria, era un ritual para convocar a diario a la vida cósmica y social, para asegurar la continuidad de la creación. Era además emprender el tránsito hacia Mictlantecuhtli y Mictecacihuatl. Esa retórica, era la retórica de nuestro antepasado mesoamericano, del pueblo azteca, de los llamados antiguos mexicanos.

Ahora en cambio, despuès del tiempo, pensar la muerte y la vida se ha puesto de otro modo. Y es que desde el siglo XIX, parecen estar inscritas por completo en la retórica de la ciencia, de la salud, la medicina, la economía, el capitalismo; en los saberes contemporáneos. La muerte, como esa retórica nos lleva a pensar, es quizá apenas la suspenciòn de la función de un organismo, el destino irremediable de un individuo enfermo, la pérdida de mano de obra, la suma a una cifra de estadísticas. Y la vida, solo se reduce a nuestros cuerpos materiales con órganos funcionando correctamente como única certeza, a un acto de salvación individual.

Por ello, dice Octavio Paz: “La muerte moderna no posee ninguna significación que la trascienda o refiera a otros valores. En casi todos los casos es, simplemente, el fin inevitable de un proceso natural. En un mundo de hechos, la muerte es un hecho más. Pero como es un hecho desagradable, un hecho que pone en tela de juicio todas nuestras concepciones y el sentido mismo de nuestra vida, la filosofía del progreso (¿el progreso hacia dónde y desde dónde?, se pregunta Scheler) pretende escamotearnos su presencia. En el mundo moderno todo funciona como si la muerte no existiera. […] La muerte, ya no como tránsito, sino como gran boca vacía que nada sacia, habita todo lo que emprendemos. El siglo de la salud, la higiene, los anticonceptivos, las drogas milagrosas y los alimentos sintéticos […]

Sin embargo, ahora que pensar la muerte se vuelve a hacer latente en nuestra tradición, habríamos de pensar también en otra forma de entender la vida, en otra retórica, otra enunciación. Quizá como aquella que enunciaba Nezahualcóyotl: “¿Acaso en vano venimos a vivir, a brotar sobre la tierra?, dejemos al menos flores, dejemos al menos cantos.”

En algún pasado nuestro, la retórica con que enunciábamos la muerte era una retórica trascendente. Era sabido que pensar la muerte era también pensar la vida y que su oposición no es un abismo que hace que una carezca de la otra. La vida era una prolongación de la muerte y la muerte de la vida en una continuidad del orden cósmico.

“La muerte no era el final natural de la vida, sino la fase de un ciclo infinito”, y morir no era un acto individual, sino colectivo. Morir, era una experiencia que daba vida comunitaria, era un ritual para convocar a diario a la vida cósmica y social, para asegurar la continuidad de la creación. Era además emprender el tránsito hacia Mictlantecuhtli y Mictecacihuatl. Esa retórica, era la retórica de nuestro antepasado mesoamericano, del pueblo azteca, de los llamados antiguos mexicanos.

Ahora en cambio, despuès del tiempo, pensar la muerte y la vida se ha puesto de otro modo. Y es que desde el siglo XIX, parecen estar inscritas por completo en la retórica de la ciencia, de la salud, la medicina, la economía, el capitalismo; en los saberes contemporáneos. La muerte, como esa retórica nos lleva a pensar, es quizá apenas la suspenciòn de la función de un organismo, el destino irremediable de un individuo enfermo, la pérdida de mano de obra, la suma a una cifra de estadísticas. Y la vida, solo se reduce a nuestros cuerpos materiales con órganos funcionando correctamente como única certeza, a un acto de salvación individual.

Por ello, dice Octavio Paz: “La muerte moderna no posee ninguna significación que la trascienda o refiera a otros valores. En casi todos los casos es, simplemente, el fin inevitable de un proceso natural. En un mundo de hechos, la muerte es un hecho más. Pero como es un hecho desagradable, un hecho que pone en tela de juicio todas nuestras concepciones y el sentido mismo de nuestra vida, la filosofía del progreso (¿el progreso hacia dónde y desde dónde?, se pregunta Scheler) pretende escamotearnos su presencia. En el mundo moderno todo funciona como si la muerte no existiera. […] La muerte, ya no como tránsito, sino como gran boca vacía que nada sacia, habita todo lo que emprendemos. El siglo de la salud, la higiene, los anticonceptivos, las drogas milagrosas y los alimentos sintéticos […]

Sin embargo, ahora que pensar la muerte se vuelve a hacer latente en nuestra tradición, habríamos de pensar también en otra forma de entender la vida, en otra retórica, otra enunciación. Quizá como aquella que enunciaba Nezahualcóyotl: “¿Acaso en vano venimos a vivir, a brotar sobre la tierra?, dejemos al menos flores, dejemos al menos cantos.”

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