/ jueves 8 de agosto de 2019

El Odio y sus promotores

Por lo menos hipócritas resultan las censuras a discursos de odio entre quienes han promovido esta práctica como estrategia de comunicación política. Cierto que el conspiracionismo, la censura a ciertos grupos, la violencia verbal, la diatriba como formas discursivas son generadoras de odios y rencores irracionales que culminan, las más de las veces, en formas mayores de violencia, incluida la material; pero muchos de quienes hoy se dicen espantados por los dichos de un sector xenófobo de la política y opinión pública norteamericana son promotores idénticos juegos lingüísticos con diversos destinatarios.

El discurso del odio es la forma de comunicación más simple, y que menor idea requiere. La facilidad con que pueden propagarse ese tipo de contenidos a través de múltiples plataformas hace que cientos de “comunicadores políticos” convertidos en libelistas al servicio de quien los financie se olvide de la ética esencial de la comunicación y practiquen en cambio el dulce arte de acribillar reputaciones, presentando retorcidas construcciones de realidad a medias.

En México, el discurso del odio ha estado presente en cientos de campañas políticas, aunque su verdadero ¿esplendor? se presentó en el proceso electoral de 2018 construyéndose en México una tropicalización del discurso excluyente que llevaría a Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos. Trump es un disruptor en el peor de los sentidos para la tradición democrática de los norteamericanos igual que en México muchos disruptores llegaron al poder arriesgando la política mexicana y a todos sus defectos (enormes, costosísimos y hasta criminales en ocasiones), pero también sus virtudes.

El odio en campañas funciona como la más rudimentaria forma de discurso autoidentitario en tanto no habla de quién es el emisor, sino en todos los defectos, mayormente imaginarios, del otro. No intenta definir quiénes son los buenos, o porqué resultan mejores, sino lo malos que son los demás. Imposibilita la construcción de alternativas pero al generar miedo a los defectos mueve al odio en contra de esa otredad a la que se considera, ya no rival, sino enemiga. Con todo y su ordinariez, esa forma de comunicación ha resultado efectiva en campañas políticas donde poco se puede ofrecer que no haya sido ya dicho, prometido, jurado, e incumplido por décadas. A final de cuentas, en México no se vive mejor, ni se gana más, ni se está más seguro, ni se tienen mejores servicios, ni se radica en una potencia mundial, más que hace años. En todo caso, con todo lo censurable, riesgoso y de mal gusto que resulta, el discurso del odio en campañas ha existido casi siempre, aunque no ocupara el eje central hasta el 2018.

El problema es que la mayoría de los políticos, una vez ganado el poder, no abandonó el odio en el discurso, al contrario, lo mantiene en un esfuerzo de legitimación popular y parte para eliminar cualquier oposición, crítica, señalamiento, y hasta acusación de quienes aún no recuperan la categoría de rivales, y entonces siguen siendo enemigos. Incluso en algunos de los disruptores que han intentado elaborar algunas piezas de oratoria con propuestas, el discurso del odio sigue dominando. Así que pronunciarse, desde la política en la era de la posverdad (entendida como la RAE “distorsión deliberada que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública”), en contra del discurso de odio es, por lo menos, una hipocresía. Aunque habrá que reconocer que quienes debieran, con toda autoridad y responsabilidad hacerse cargo de la censura a ese discurso, han sido eliminados por quienes lo pronuncian, como los académicos, la prensa, las organizaciones de la sociedad civil, los empresarios, y hasta los ciudadanos. En el zeitgeist pareciera que uno debe ser militante y odiador para poder pronunciar palabras.


Twitter: @martinellito

Correo electrónico: dmartinez@elsoldecuernavaca.com.mx

Por lo menos hipócritas resultan las censuras a discursos de odio entre quienes han promovido esta práctica como estrategia de comunicación política. Cierto que el conspiracionismo, la censura a ciertos grupos, la violencia verbal, la diatriba como formas discursivas son generadoras de odios y rencores irracionales que culminan, las más de las veces, en formas mayores de violencia, incluida la material; pero muchos de quienes hoy se dicen espantados por los dichos de un sector xenófobo de la política y opinión pública norteamericana son promotores idénticos juegos lingüísticos con diversos destinatarios.

El discurso del odio es la forma de comunicación más simple, y que menor idea requiere. La facilidad con que pueden propagarse ese tipo de contenidos a través de múltiples plataformas hace que cientos de “comunicadores políticos” convertidos en libelistas al servicio de quien los financie se olvide de la ética esencial de la comunicación y practiquen en cambio el dulce arte de acribillar reputaciones, presentando retorcidas construcciones de realidad a medias.

En México, el discurso del odio ha estado presente en cientos de campañas políticas, aunque su verdadero ¿esplendor? se presentó en el proceso electoral de 2018 construyéndose en México una tropicalización del discurso excluyente que llevaría a Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos. Trump es un disruptor en el peor de los sentidos para la tradición democrática de los norteamericanos igual que en México muchos disruptores llegaron al poder arriesgando la política mexicana y a todos sus defectos (enormes, costosísimos y hasta criminales en ocasiones), pero también sus virtudes.

El odio en campañas funciona como la más rudimentaria forma de discurso autoidentitario en tanto no habla de quién es el emisor, sino en todos los defectos, mayormente imaginarios, del otro. No intenta definir quiénes son los buenos, o porqué resultan mejores, sino lo malos que son los demás. Imposibilita la construcción de alternativas pero al generar miedo a los defectos mueve al odio en contra de esa otredad a la que se considera, ya no rival, sino enemiga. Con todo y su ordinariez, esa forma de comunicación ha resultado efectiva en campañas políticas donde poco se puede ofrecer que no haya sido ya dicho, prometido, jurado, e incumplido por décadas. A final de cuentas, en México no se vive mejor, ni se gana más, ni se está más seguro, ni se tienen mejores servicios, ni se radica en una potencia mundial, más que hace años. En todo caso, con todo lo censurable, riesgoso y de mal gusto que resulta, el discurso del odio en campañas ha existido casi siempre, aunque no ocupara el eje central hasta el 2018.

El problema es que la mayoría de los políticos, una vez ganado el poder, no abandonó el odio en el discurso, al contrario, lo mantiene en un esfuerzo de legitimación popular y parte para eliminar cualquier oposición, crítica, señalamiento, y hasta acusación de quienes aún no recuperan la categoría de rivales, y entonces siguen siendo enemigos. Incluso en algunos de los disruptores que han intentado elaborar algunas piezas de oratoria con propuestas, el discurso del odio sigue dominando. Así que pronunciarse, desde la política en la era de la posverdad (entendida como la RAE “distorsión deliberada que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública”), en contra del discurso de odio es, por lo menos, una hipocresía. Aunque habrá que reconocer que quienes debieran, con toda autoridad y responsabilidad hacerse cargo de la censura a ese discurso, han sido eliminados por quienes lo pronuncian, como los académicos, la prensa, las organizaciones de la sociedad civil, los empresarios, y hasta los ciudadanos. En el zeitgeist pareciera que uno debe ser militante y odiador para poder pronunciar palabras.


Twitter: @martinellito

Correo electrónico: dmartinez@elsoldecuernavaca.com.mx

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