/ viernes 8 de marzo de 2024

[Extranjeros en Morelos] Cuernavaca: ¿la ciudad de las delicias o el valle de la felicidad?

En esta entrega leemos fragmentos del libro "Un rincón pintoresco en México", de la estadounidense Cora B. Myers

La estadunidense Cora B. Myers publicó en 1906 Un rincón pintoresco en México, referido al estado de Morelos. No exenta de cursilería, alude a Cuernavaca como “la ciudad de las delicias”, “el valle de la felicidad”, “el espíritu de paz” y “la reina de los lugares de sueño”. Leamos:

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“El encanto de México se vuelve casi intoxicación en la capital del estado de Morelos, la pequeña ciudad de Cuernavaca. Para llegar a ella primero hay que ir a la ciudad de México y de ahí salir de mañana en un pequeño tren, llevado por una diminuta locomotora que inhala y exhala subiendo montañas durante cincuenta millas a través de pueblos pintorescos y un campo soberbio”.

“Subimos y subimos a través del aire traslúcido y vigorizante, hasta la cima de la montaña; en Tres Marías tomamos el almuerzo, que consistió en tortillas y sándwiches extraños compuestos de cosas enchiladas y desconocidas. Luego comenzamos el descenso de 5,000 pies en menos de 25 millas, ladeándonos, curveándonos, enrollándonos en nuestro propio camino hacia abajo de la montaña por extensiones de flores salvajes y árboles enredados con brillantes orquídeas, y un aire endulzado con el aroma de pinos y millones de cosas floreciendo”.

“De pronto, deslizándonos por una rápida vuelta nos encontramos en la estación. Escogimos un carruaje rojo, con cuatro mulas, conducido por un cochero quien usaba un sombrero exquisitamente bordado y pantalones que le quedaban ajustados como guantes”.

“El hotel es uno de los edificios más antiguos de México, con sus ventanas de herrería pesada y sus paredes de tres pies de espesor. Este edificio se presta de manera encantadora para hotel, con sus espaciosas habitaciones, pisos de piedra roja, amplios pasillos y hermosos patios con fuentes y plantas tropicales”.

“Llegamos por la gran entrada elevada y aquí encontramos una encantadora despreocupación con relación a nuestro arribo: ninguna oficina, no había bell boys apurados, ningún portero ambicioso ni recepcionistas arrogantes. Era más como entrar a una iglesia luego de que hubiera empezado la misa”.

“En el viejo atrio rodeando la catedral sobrevive cada año el particular oficio de la bendición de los animales. En un día designado, temprano en la tarde la gente empieza a congregarse en el espacioso patio, empezando con sus animales de casa y mascotas. Aquí vimos borregos azules, perros y gatos rosas y azules, cerdos morados, cabras verdes, palomas amarillas, caballos cubiertos con estrellas de papel dorado y atados con flamantes listones de seda roja; vacas, burros y mulas, todos pintados y decorados en muchos tonos”.

Desafortunadamente, el contenido del siguiente párrafo ya es algo que dejó de ser cierto:

“La arquitectura de la Cuernavaca de hoy difiere tan poco de la de hace siglos que es casi imposible distinguir un nuevo edificio del más antiguo, excepto quizá por lo delgado de sus paredes o lo nuevo de sus azulejos. Directamente encima de los tabiques, se recubren con una capa de yeso que es coloreado con tintes vegetales, por los que el edificio adquiere una apariencia general de antigüedad, encajando y convirtiéndose de manera armoniosa en parte de sus alrededores antiguos”.

Cuando el viaje llegaba a su fin, Myers escribía de Cuernavaca, ya con melancolía:

“Las sombras se ampliaban mientras subíamos las montañas hacia casa, y mientras mirábamos con nostalgia hacia la pequeña ciudad dimos gracias de que ahí no se vive una vida agitada; de que el lugar no está arruinado por turistas y de que quien descansa dentro de sus pintorescos y tranquilos patios se levanta con la luz del sol y gustoso, es un hecho tan seguro como la llegada de la mañana”.

La estadunidense Cora B. Myers publicó en 1906 Un rincón pintoresco en México, referido al estado de Morelos. No exenta de cursilería, alude a Cuernavaca como “la ciudad de las delicias”, “el valle de la felicidad”, “el espíritu de paz” y “la reina de los lugares de sueño”. Leamos:

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“El encanto de México se vuelve casi intoxicación en la capital del estado de Morelos, la pequeña ciudad de Cuernavaca. Para llegar a ella primero hay que ir a la ciudad de México y de ahí salir de mañana en un pequeño tren, llevado por una diminuta locomotora que inhala y exhala subiendo montañas durante cincuenta millas a través de pueblos pintorescos y un campo soberbio”.

“Subimos y subimos a través del aire traslúcido y vigorizante, hasta la cima de la montaña; en Tres Marías tomamos el almuerzo, que consistió en tortillas y sándwiches extraños compuestos de cosas enchiladas y desconocidas. Luego comenzamos el descenso de 5,000 pies en menos de 25 millas, ladeándonos, curveándonos, enrollándonos en nuestro propio camino hacia abajo de la montaña por extensiones de flores salvajes y árboles enredados con brillantes orquídeas, y un aire endulzado con el aroma de pinos y millones de cosas floreciendo”.

“De pronto, deslizándonos por una rápida vuelta nos encontramos en la estación. Escogimos un carruaje rojo, con cuatro mulas, conducido por un cochero quien usaba un sombrero exquisitamente bordado y pantalones que le quedaban ajustados como guantes”.

“El hotel es uno de los edificios más antiguos de México, con sus ventanas de herrería pesada y sus paredes de tres pies de espesor. Este edificio se presta de manera encantadora para hotel, con sus espaciosas habitaciones, pisos de piedra roja, amplios pasillos y hermosos patios con fuentes y plantas tropicales”.

“Llegamos por la gran entrada elevada y aquí encontramos una encantadora despreocupación con relación a nuestro arribo: ninguna oficina, no había bell boys apurados, ningún portero ambicioso ni recepcionistas arrogantes. Era más como entrar a una iglesia luego de que hubiera empezado la misa”.

“En el viejo atrio rodeando la catedral sobrevive cada año el particular oficio de la bendición de los animales. En un día designado, temprano en la tarde la gente empieza a congregarse en el espacioso patio, empezando con sus animales de casa y mascotas. Aquí vimos borregos azules, perros y gatos rosas y azules, cerdos morados, cabras verdes, palomas amarillas, caballos cubiertos con estrellas de papel dorado y atados con flamantes listones de seda roja; vacas, burros y mulas, todos pintados y decorados en muchos tonos”.

Desafortunadamente, el contenido del siguiente párrafo ya es algo que dejó de ser cierto:

“La arquitectura de la Cuernavaca de hoy difiere tan poco de la de hace siglos que es casi imposible distinguir un nuevo edificio del más antiguo, excepto quizá por lo delgado de sus paredes o lo nuevo de sus azulejos. Directamente encima de los tabiques, se recubren con una capa de yeso que es coloreado con tintes vegetales, por los que el edificio adquiere una apariencia general de antigüedad, encajando y convirtiéndose de manera armoniosa en parte de sus alrededores antiguos”.

Cuando el viaje llegaba a su fin, Myers escribía de Cuernavaca, ya con melancolía:

“Las sombras se ampliaban mientras subíamos las montañas hacia casa, y mientras mirábamos con nostalgia hacia la pequeña ciudad dimos gracias de que ahí no se vive una vida agitada; de que el lugar no está arruinado por turistas y de que quien descansa dentro de sus pintorescos y tranquilos patios se levanta con la luz del sol y gustoso, es un hecho tan seguro como la llegada de la mañana”.

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