/ viernes 8 de septiembre de 2023

[Extranjeros en Morelos] El día que Zapata y su ejército entraron a Ciudad de México

El latinoamericanista soviético Iósif Grigulévich escribió en 1962 las siguientes líneas sobre Zapata

Las últimas unidades que apoyaban a Carranza abandonaron la ciudad de México el 24 de diciembre de 1914 y los destacamentos del Ejército Libertador del Sur, comandados por Emiliano Zapata, entraron en la ciudad. La urbe parecía desierta, muerta. Los moradores, asustados, se refugiaron en sus casas. La víspera, los periódicos salieron con cuadros de luto, prediciendo que la llegada de Zapata y Villa significaba el advenimiento del reino de la violencia, el saqueo y el hambre”.

Zapata, que apareció inesperadamente en la capital, se dirigió al Palacio Nacional. Miró con atención el gabinete del presidente, los salones y las grandes salas de recepción. El jefe campesino caminaba con cuidado, con sus torcidas piernas de jinete innato, por las blandas alfombras. Contempló en silencio los cuadros y frescos que describían la antigua grandeza de México. El aire de este palacio le parecía viciado y sepulcral. Después de designar como administrador del palacio a su hermano Eufemio, salió presto a la calle. Allí picó al caballo y tomó el camino de regreso a Morelos. Era evidente que la capital no le había gustado.”

También a los hombres de Zapata, que habían bajado de las montañas, esta ciudad les pareció extraña y ajena. Todo en ella aturdía y asombraba: los enormes edificios, las calles pavimentadas, la luz eléctrica, las vitrinas de los almacenes”.

Los soldados de Zapata no tenían dinero. El servicio de intendencia no se ocupaba de ellos. Cuando salían a la calle, se extraviaban rápidamente en esta urbe, semejante a un gigantesco laberinto. Encontrar el camino de regreso a los cuarteles les parecía hazaña irrealizable. Desorientados y hambrientos, los soldados erraban por las calles de la ciudad. Además, recordaban muy bien que el general Zapata les había prohibido, bajo pena de muerte, quitar algo a los moradores. Pero, ¿cómo calmar el hambre y la sed?”

Y estos ‘saqueadores’ y ‘merodeadores’, como los llamaba la prensa reaccionaria, se acercaban humildemente a las puertas de las casas y, quitándose el sombrero, pedían respetuosos a sus dueñas que tuvieran la bondad de darles un par de tortillas. Los habitantes de la capital no daban crédito a sus ojos. Esperaban enfrentarse a matones y bandoleros, pero tenían ante sí a humildes peones que lo único que querían era saciar el hambre. Los moradores se alegraron y revelaron una verdadera hospitalidad. Invitaban a los soldados a pasar al patio (los soldados de Zapata se negaban categóricamente a entrar en las casas), prendían allí mismo las hogueras, hacían las tortillas y se las daban a los agradecidos visitantes”.

Lee también: Los campesinos dieron a la Revolución su base de lucha

La responsabilidad de Carranza en la muerte de Zapata la encara Grigulévich: “Si el gobierno no era capaz de aplastar el movimiento campesino, sí podía descabezarlo. ¡Había que matar a Zapata! Tal fue la conclusión a que llegaron en el Palacio de Chapultepec. El general González recibió la indicación de actuar”.

El pueblo estaba cansado del gobierno de Carranza. Si en política exterior Carranza seguía en general una línea progresista, en cambio en los asuntos internos su política estaba orientada a defender los intereses de los capitalistas y hacendados mexicanos. El gobierno aplastaba con la fuerza los movimientos campesino y huelguístico, encarcelaba a los obreros revolucionarios. Se había manchado con el pérfido asesinato de Emiliano Zapata”.


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Las últimas unidades que apoyaban a Carranza abandonaron la ciudad de México el 24 de diciembre de 1914 y los destacamentos del Ejército Libertador del Sur, comandados por Emiliano Zapata, entraron en la ciudad. La urbe parecía desierta, muerta. Los moradores, asustados, se refugiaron en sus casas. La víspera, los periódicos salieron con cuadros de luto, prediciendo que la llegada de Zapata y Villa significaba el advenimiento del reino de la violencia, el saqueo y el hambre”.

Zapata, que apareció inesperadamente en la capital, se dirigió al Palacio Nacional. Miró con atención el gabinete del presidente, los salones y las grandes salas de recepción. El jefe campesino caminaba con cuidado, con sus torcidas piernas de jinete innato, por las blandas alfombras. Contempló en silencio los cuadros y frescos que describían la antigua grandeza de México. El aire de este palacio le parecía viciado y sepulcral. Después de designar como administrador del palacio a su hermano Eufemio, salió presto a la calle. Allí picó al caballo y tomó el camino de regreso a Morelos. Era evidente que la capital no le había gustado.”

También a los hombres de Zapata, que habían bajado de las montañas, esta ciudad les pareció extraña y ajena. Todo en ella aturdía y asombraba: los enormes edificios, las calles pavimentadas, la luz eléctrica, las vitrinas de los almacenes”.

Los soldados de Zapata no tenían dinero. El servicio de intendencia no se ocupaba de ellos. Cuando salían a la calle, se extraviaban rápidamente en esta urbe, semejante a un gigantesco laberinto. Encontrar el camino de regreso a los cuarteles les parecía hazaña irrealizable. Desorientados y hambrientos, los soldados erraban por las calles de la ciudad. Además, recordaban muy bien que el general Zapata les había prohibido, bajo pena de muerte, quitar algo a los moradores. Pero, ¿cómo calmar el hambre y la sed?”

Y estos ‘saqueadores’ y ‘merodeadores’, como los llamaba la prensa reaccionaria, se acercaban humildemente a las puertas de las casas y, quitándose el sombrero, pedían respetuosos a sus dueñas que tuvieran la bondad de darles un par de tortillas. Los habitantes de la capital no daban crédito a sus ojos. Esperaban enfrentarse a matones y bandoleros, pero tenían ante sí a humildes peones que lo único que querían era saciar el hambre. Los moradores se alegraron y revelaron una verdadera hospitalidad. Invitaban a los soldados a pasar al patio (los soldados de Zapata se negaban categóricamente a entrar en las casas), prendían allí mismo las hogueras, hacían las tortillas y se las daban a los agradecidos visitantes”.

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La responsabilidad de Carranza en la muerte de Zapata la encara Grigulévich: “Si el gobierno no era capaz de aplastar el movimiento campesino, sí podía descabezarlo. ¡Había que matar a Zapata! Tal fue la conclusión a que llegaron en el Palacio de Chapultepec. El general González recibió la indicación de actuar”.

El pueblo estaba cansado del gobierno de Carranza. Si en política exterior Carranza seguía en general una línea progresista, en cambio en los asuntos internos su política estaba orientada a defender los intereses de los capitalistas y hacendados mexicanos. El gobierno aplastaba con la fuerza los movimientos campesino y huelguístico, encarcelaba a los obreros revolucionarios. Se había manchado con el pérfido asesinato de Emiliano Zapata”.


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