/ domingo 3 de junio de 2018

Protegen con machetes su tierra temporal

Sus historias son difíciles pero luchan para que las vidas de sus hijos sean mejor que las suyas

Cuento los minutos para que amanezca. Podría contar otras cosas: las hormigas, avanzando al lado de la colchoneta; las arañas, cada vez que se asoman por las fisuras del techo y caminan un poco, antes de volver a enroscarse; las lagartijas, al otro lado del cristal de la puerta. Los balazos se escucharon a las 00:31 y a las 00:49 horas, la segunda vez más cerca, y yo empecé a contar los minutos porque debía entretenerme, porque no quería estar dormido si algo pasaba.

Fueron unos locos de allá arriba, pero aquí no pasó a mayores -me dirá, horas después, Miguel Ángel Apolinar, de 24 años de edad, cortador de caña desde que tenía cinco y actual jefe de seguridad del campamento.

Por las noches, bajo las órdenes de Apolinar, 31 hombres y mujeres se organizan para montar guardias en las esquinas y velar por la tranquilidad de las 147 familias que viven aquí. Jornaleros en su mayoría, pero también madres solteras, ancianos rechazados por sus hijos y nietos, gente que se quedó sin casa y sin dinero y que llegó a probar suerte cuando se agotaron todas las demás opciones.

El campamento

Entre el cerro de San Antonio y la carretera Cuautla-Jojutla, en Ciudad Ayala, el campamento Gustavo Salgado Delgado abarca poco más de 12 hectáreas que parecen un territorio distinto, una región que lo vigila todo, con una reja que se abre a las 5:00 horas y se cierra a las 23:00 horas, a la que sólo se puede entrar cuando se es muy pobre.

"¿Qué hace usted aquí?"- fue lo que me preguntaron dos mujeres al llegar al lugar, entonces supuse que no podría ir más lejos.

Cada vez que alguien llega es evaluado, por dentro y por fuera. Apolinar, que sabe mucho sobre el sufrir, escucha sus historias y las analiza, las reconstruye, luego decide si la persona es bienvenida o no. Si lo es, entonces, el nuevo miembro es enviado a uno de los viejos departamentos que se encuentran al fondo, donde paga una renta de 100 pesos mensuales. Si se convence, el huésped deja de pagar los 100 pesos y recibe una parcela de trescientos metros cuadrados, donde es libre de construir su propia casa según sus posibilidades.

Casi todas las casas son de carrizo y cartón, porque esas son las posibilidades. Otras son de plástico y aluminio, con paredes de viejos anuncios de marcas refresqueras. Aquí no hay agua potable, ni drenaje. Algunos focos por las noches, pero sólo eso. Casi todos los cuartos están inclinados, a punto de ser arrastrados por el viento. En el día, el sol abrasante cae sobre ellos; por las noches salen las arañas y los mosquitos, además los acompaña el frío. Aun así Isidro sonríe.

Estamos felices, en un paraíso, porque todos somos jornaleros, trabajadores, nadie nos humilla, nadie nos corre, todos convivimos entre iguales, como una familia

Isidro Villanueva, de 38 años , cortador de caña desde los ocho


Originario de Teocuitlapa, Guerrero, Isidro llegó a Morelos cuando todavía era un niño y desde entonces trabaja cortando caña en el Sur del estado. Hasta hace poco vivía casi sin vivir: en las noches en las galeras, hacinándose con el resto de los trabajadores, subsistía como un esclavo. Ahora sonríe: sus dientes blancos relucen, brillantes, sobre la piel oscura, tostada por el sol. Isidro, me parece, empieza a vivir cuando su cuerpo ya envejece.



El machete

Antes había más familias, pero en febrero de 2015, cuando mataron "al compañero", como le dicen a Gustavo, muchos huyeron en desbandada, temiendo que les pasara lo mismo. Fue a partir de entonces cuando decidieron intensificar las guardias nocturnas. Cada noche, después de las 10:00 horas, los encargados de la seguridad se apostan en sus puestos, armados con machetes y piedras.

Si nos atacaran, pues el mero macizo para el corte de caña: el machete

Apolinar

Y, al mostrarlo, desliza sus dedos sobre el filo de la hoja. Es de noche y las estrellas resplandecen lo mismo que el hierro curtido en los cultivos de caña. Alumbrando el camino con una linterna, Apolinar me muestra los cuatro puestos.


Litigio

Cuatro años después de que Gustavo Salgado tomara el predio, Martín Juárez, representante estatal del Frente Popular Revolucionario (FPR), confía en que los jornaleros puedan seguir haciendo sus vidas en este lugar, tal como lo han hecho hasta ahora. Aunque el activista reconoce que el terreno sigue en litigio, sostiene que ellos llevan las de ganar.

"Ya tenemos derecho de posesión, ya llevamos varios años y venimos acumulando, así como derecho de prescripción positiva, y a la par estamos peleando con el Gobierno del Estado, como núcleo en forma, que se nos regularice, ya sea vía expropiación o con alguna modalidad que se pueda dar, de tal manera que tengamos ya la propiedad plena de la tierra", explicó.

Me cuentan que este terreno, sobre el que una inmobiliaria pretendía construir un fraccionamiento paradisiaco, fue abandonado en 2011, luego de que la empresa lo hipotecara en tres ocasiones para construir los 100 primeros departamentos. Según él, se trató de un fraude millonario: los departamentos fueron hechos con material de mala calidad, lo que quedó en evidencia durante el terremoto del 19 de septiembre, que dejó inservibles varias estructuras.

Actualmente, el propietario legal es el banco, pero pugnar por esto, concluye, sería como pelear por un gran problema, con más perjuicios que beneficios. Eso le hace creer que el banco ha desistido y que, con el tiempo, los dueños legítimos del campamento serán los jornaleros.




Las puertas se abren

Las puertas se abren a las 5:00 horas, cuando las primeras camionetas, con sus luces encendidas, empiezan a llegar. Dentro vienen los capitanes, quienes pasan de casa en casa para llevarse a los hombres a los cultivos de caña y a las mujeres a cortar ejote, calabaza. También se van algunos niños.

El sol todavía no aparece y el frío golpea el pecho, atonta la lengua. Sobre las camionetas, los hombres se cubren con chamarras y cobijas sucias, como si no les importara. Se cruzan de brazos, encienden cigarros, no dejan de mirarme.

Le preguntó a uno de ellos: ¿Usted cuánto tiempo lleva cortando caña?

Llevo treinta años cortando. Yo me voy a hacer viejo en la caña

Domingo Juárez, 53 años


Hay en sus ojos tal tristeza, que casi es un pleonasmo seguirle preguntando. Antes de que la camioneta arranque, Domingo enciende un cigarro y se une a la fumarola que han armado sus compañeros. La camioneta, entonces, arranca, avanza y se pierde a lo lejos.


Yo contaba los minutos para que amaneciera. ¿Qué contarán ellos, allá en el campo, mientras esperan volver?

Cuento los minutos para que amanezca. Podría contar otras cosas: las hormigas, avanzando al lado de la colchoneta; las arañas, cada vez que se asoman por las fisuras del techo y caminan un poco, antes de volver a enroscarse; las lagartijas, al otro lado del cristal de la puerta. Los balazos se escucharon a las 00:31 y a las 00:49 horas, la segunda vez más cerca, y yo empecé a contar los minutos porque debía entretenerme, porque no quería estar dormido si algo pasaba.

Fueron unos locos de allá arriba, pero aquí no pasó a mayores -me dirá, horas después, Miguel Ángel Apolinar, de 24 años de edad, cortador de caña desde que tenía cinco y actual jefe de seguridad del campamento.

Por las noches, bajo las órdenes de Apolinar, 31 hombres y mujeres se organizan para montar guardias en las esquinas y velar por la tranquilidad de las 147 familias que viven aquí. Jornaleros en su mayoría, pero también madres solteras, ancianos rechazados por sus hijos y nietos, gente que se quedó sin casa y sin dinero y que llegó a probar suerte cuando se agotaron todas las demás opciones.

El campamento

Entre el cerro de San Antonio y la carretera Cuautla-Jojutla, en Ciudad Ayala, el campamento Gustavo Salgado Delgado abarca poco más de 12 hectáreas que parecen un territorio distinto, una región que lo vigila todo, con una reja que se abre a las 5:00 horas y se cierra a las 23:00 horas, a la que sólo se puede entrar cuando se es muy pobre.

"¿Qué hace usted aquí?"- fue lo que me preguntaron dos mujeres al llegar al lugar, entonces supuse que no podría ir más lejos.

Cada vez que alguien llega es evaluado, por dentro y por fuera. Apolinar, que sabe mucho sobre el sufrir, escucha sus historias y las analiza, las reconstruye, luego decide si la persona es bienvenida o no. Si lo es, entonces, el nuevo miembro es enviado a uno de los viejos departamentos que se encuentran al fondo, donde paga una renta de 100 pesos mensuales. Si se convence, el huésped deja de pagar los 100 pesos y recibe una parcela de trescientos metros cuadrados, donde es libre de construir su propia casa según sus posibilidades.

Casi todas las casas son de carrizo y cartón, porque esas son las posibilidades. Otras son de plástico y aluminio, con paredes de viejos anuncios de marcas refresqueras. Aquí no hay agua potable, ni drenaje. Algunos focos por las noches, pero sólo eso. Casi todos los cuartos están inclinados, a punto de ser arrastrados por el viento. En el día, el sol abrasante cae sobre ellos; por las noches salen las arañas y los mosquitos, además los acompaña el frío. Aun así Isidro sonríe.

Estamos felices, en un paraíso, porque todos somos jornaleros, trabajadores, nadie nos humilla, nadie nos corre, todos convivimos entre iguales, como una familia

Isidro Villanueva, de 38 años , cortador de caña desde los ocho


Originario de Teocuitlapa, Guerrero, Isidro llegó a Morelos cuando todavía era un niño y desde entonces trabaja cortando caña en el Sur del estado. Hasta hace poco vivía casi sin vivir: en las noches en las galeras, hacinándose con el resto de los trabajadores, subsistía como un esclavo. Ahora sonríe: sus dientes blancos relucen, brillantes, sobre la piel oscura, tostada por el sol. Isidro, me parece, empieza a vivir cuando su cuerpo ya envejece.



El machete

Antes había más familias, pero en febrero de 2015, cuando mataron "al compañero", como le dicen a Gustavo, muchos huyeron en desbandada, temiendo que les pasara lo mismo. Fue a partir de entonces cuando decidieron intensificar las guardias nocturnas. Cada noche, después de las 10:00 horas, los encargados de la seguridad se apostan en sus puestos, armados con machetes y piedras.

Si nos atacaran, pues el mero macizo para el corte de caña: el machete

Apolinar

Y, al mostrarlo, desliza sus dedos sobre el filo de la hoja. Es de noche y las estrellas resplandecen lo mismo que el hierro curtido en los cultivos de caña. Alumbrando el camino con una linterna, Apolinar me muestra los cuatro puestos.


Litigio

Cuatro años después de que Gustavo Salgado tomara el predio, Martín Juárez, representante estatal del Frente Popular Revolucionario (FPR), confía en que los jornaleros puedan seguir haciendo sus vidas en este lugar, tal como lo han hecho hasta ahora. Aunque el activista reconoce que el terreno sigue en litigio, sostiene que ellos llevan las de ganar.

"Ya tenemos derecho de posesión, ya llevamos varios años y venimos acumulando, así como derecho de prescripción positiva, y a la par estamos peleando con el Gobierno del Estado, como núcleo en forma, que se nos regularice, ya sea vía expropiación o con alguna modalidad que se pueda dar, de tal manera que tengamos ya la propiedad plena de la tierra", explicó.

Me cuentan que este terreno, sobre el que una inmobiliaria pretendía construir un fraccionamiento paradisiaco, fue abandonado en 2011, luego de que la empresa lo hipotecara en tres ocasiones para construir los 100 primeros departamentos. Según él, se trató de un fraude millonario: los departamentos fueron hechos con material de mala calidad, lo que quedó en evidencia durante el terremoto del 19 de septiembre, que dejó inservibles varias estructuras.

Actualmente, el propietario legal es el banco, pero pugnar por esto, concluye, sería como pelear por un gran problema, con más perjuicios que beneficios. Eso le hace creer que el banco ha desistido y que, con el tiempo, los dueños legítimos del campamento serán los jornaleros.




Las puertas se abren

Las puertas se abren a las 5:00 horas, cuando las primeras camionetas, con sus luces encendidas, empiezan a llegar. Dentro vienen los capitanes, quienes pasan de casa en casa para llevarse a los hombres a los cultivos de caña y a las mujeres a cortar ejote, calabaza. También se van algunos niños.

El sol todavía no aparece y el frío golpea el pecho, atonta la lengua. Sobre las camionetas, los hombres se cubren con chamarras y cobijas sucias, como si no les importara. Se cruzan de brazos, encienden cigarros, no dejan de mirarme.

Le preguntó a uno de ellos: ¿Usted cuánto tiempo lleva cortando caña?

Llevo treinta años cortando. Yo me voy a hacer viejo en la caña

Domingo Juárez, 53 años


Hay en sus ojos tal tristeza, que casi es un pleonasmo seguirle preguntando. Antes de que la camioneta arranque, Domingo enciende un cigarro y se une a la fumarola que han armado sus compañeros. La camioneta, entonces, arranca, avanza y se pierde a lo lejos.


Yo contaba los minutos para que amaneciera. ¿Qué contarán ellos, allá en el campo, mientras esperan volver?

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