En La balsa de la medusa, cuadro del romanticismo francés, Géricault trató de ilustrar el cúmulo de emociones que los individuos destilan al enfrentarse a grandes adversidades.
La pintura retrata el naufragio de una fragata de la marina francesa, Méduse, luego de que 150 navegantes lograran construir una balsa improvisada para después quedar a la deriva durante trece días, en los que entre la locura y la desesperación recurrieron al asesinato y canibalismos. Al final, de todos ellos, lograron sobrevivir sólo quince.
Vista minuciosamente, se observa sobre el lienzo cómo algunos individuos siguen aferrados a la vida, volviendo la espalda a los demás y mirando el cielo; otros, con cabeza gacha, optan por la muerte dejando arrastrarse por el mar; los últimos, en medio de la balsa, indecisos y con rictus de incertidumbre, prefieren padecer la suerte y resignarse a lo que depare el destino. La pintura es, de hecho, una crítica a la incompetencia del capitán designado por Luis XVIII, delatando la negligencia en la restaurada monarquía francesa.
Por supuesto, dicha crítica no sólo puede ser entendida como el efecto de un sistema con excesos de corrupción. También puede ser vista como el impulso para actuar, la iniciativa que las personas evocan al enfrentar vicisitudes que superan su control, pero de igual forma ejecutan sin vacilar. La otra cara de la moneda revela el sitio en que algunos individuos optan por la quietud, acaso la mera resignación, frente a problemas que al parecer insalvables, optan por padecer silenciosamente.
Zygmunt Bauman elabora una distinción similar al diferenciar al individuo de jure del individuo de facto. El primero, como su nombre lo indica, es un individuo constituido y protegido por derechos inherentes a su persona, pero su composición al actuar es simple: solitario, está encerrado en sí mismo y se mueve bajo las directrices que marca el espacio público y privado, cubierto con aspiraciones meramente individualistas. El individuo de facto es más complejo: concienzudo, actúa no sólo acorde a lo establecido en el statu quo, más bien lo critica e intenta ir más allá de lo individualizado.
Como también Habermas advierte, el primer grupo son personas guiadas por intereses propios que utilizan sus derechos subjetivos, incluso a veces sufren, como armas contra otras personas. El individuo de jure es solamente eso: un individuo atomizado, un sujeto para sí. De modo que el individuo de facto es una categoría potencial del primero, la culminación de una transformación: el ciudadano. Y a diferencia del individuo, el ciudadano es un sujeto reflexivo y solidario.
Por decirlo de alguna forma, el ciudadano no nace, se hace. Y de él se espera el uso consciente y activo de sus derechos, así como de la participación y exigencia, no sólo en tiempos electorales, inclinado al bien colectivo. Es un actor que asume la responsabilidad de decidir y formular una opinión basada en ideales éticos. Tal vez el momento en que puede contrastarse la distinción entre ambos es durante episodios decisivos, momentos de crisis y turbulencias políticas que afectan directamente a la sociedad.
Algunos tripulantes, durante el naufragio de Méduse, lograron levantarse para guiar la balsa, cuando otros se resignaron a la desgracia. La política, y sobre todo la democracia, necesita de ciudadanos y no individuos, dispuestos a tomar una iniciativa responsable. Después de todo, cuando el capitán falla, sólo quedan los marineros. Y cuando la democracia se inclina a tendencias autoritarias, el último baluarte es el ciudadano.