/ miércoles 6 de marzo de 2024

Dignidad de la mujer (II)

La lucha por el reconocimiento de igualdad de derechos entre hombres y mujeres tomó en los últimos años un camino lleno de sufrimiento. No es que no lo hubiera antes, sino que se ha incrementado preocupantemente. Su signo más visible es la violencia, pero no el único.

Como ya anotaba en la columna anterior, por diversas condiciones las mujeres sufren las consecuencias de manera más dramática. Así lo acreditan los preparativos para las próximas marchas el 8 de marzo. Del lado femenino una exigencia más airada – y con justa razón- del lado de la autoridad los llamados a manifestaciones pacíficas. Dos visiones que sin ser excluyentes reflejan el estado de la cuestión: la indignación y el hartazgo sobre todo por la falta de justicia ante los constantes y cada vez más violentos abusos de que son objeto las mujeres; y la impotencia para articular acciones eficaces en el castigo de responsables. Una dinámica que requiere de estudios y análisis profundos pero que aun cuando no se tengan, lo que sucede y como sucede debería ser suficiente para avanzar con tan sólo algo de voluntad política y judicial. El círculo vicioso para no administrar justicia que se sustenta por la incorrecta integración de los expedientes y la queja de que aun cuando vayan correctamente integrados se libera a los culpables debe terminar con una adecuada estrategia de coordinación por el bienestar de las mujeres y sus familias. Obligar a que esto suceda parece que sólo puede ser posible por la presión y la exigencia ciudadana de justicia.

Esta semana y las siguientes pueden darnos la gran oportunidad de integrar visiones y entender que la razón de ser del estado es la protección y garantía de los derechos de los mexicanos. Encontrar justificaciones para no hacerlo es lo que más abunda.

La solidaridad con las mujeres violentadas es un deber y la exigencia de justicia un derecho y el grito que debe resonar muy alto y muy fuerte. La dignidad de la mujer -al igual que la del hombre- no es una concesión sino un valor inherente a la persona y le pertenece por derecho.

La lucha por el reconocimiento de igualdad de derechos entre hombres y mujeres tomó en los últimos años un camino lleno de sufrimiento. No es que no lo hubiera antes, sino que se ha incrementado preocupantemente. Su signo más visible es la violencia, pero no el único.

Como ya anotaba en la columna anterior, por diversas condiciones las mujeres sufren las consecuencias de manera más dramática. Así lo acreditan los preparativos para las próximas marchas el 8 de marzo. Del lado femenino una exigencia más airada – y con justa razón- del lado de la autoridad los llamados a manifestaciones pacíficas. Dos visiones que sin ser excluyentes reflejan el estado de la cuestión: la indignación y el hartazgo sobre todo por la falta de justicia ante los constantes y cada vez más violentos abusos de que son objeto las mujeres; y la impotencia para articular acciones eficaces en el castigo de responsables. Una dinámica que requiere de estudios y análisis profundos pero que aun cuando no se tengan, lo que sucede y como sucede debería ser suficiente para avanzar con tan sólo algo de voluntad política y judicial. El círculo vicioso para no administrar justicia que se sustenta por la incorrecta integración de los expedientes y la queja de que aun cuando vayan correctamente integrados se libera a los culpables debe terminar con una adecuada estrategia de coordinación por el bienestar de las mujeres y sus familias. Obligar a que esto suceda parece que sólo puede ser posible por la presión y la exigencia ciudadana de justicia.

Esta semana y las siguientes pueden darnos la gran oportunidad de integrar visiones y entender que la razón de ser del estado es la protección y garantía de los derechos de los mexicanos. Encontrar justificaciones para no hacerlo es lo que más abunda.

La solidaridad con las mujeres violentadas es un deber y la exigencia de justicia un derecho y el grito que debe resonar muy alto y muy fuerte. La dignidad de la mujer -al igual que la del hombre- no es una concesión sino un valor inherente a la persona y le pertenece por derecho.